Por: Valentín Medrano Peña.
El proceso de transformación del entorno de la vieja universidad se había iniciado. Nueva cerca, aulas remozadas, construcciones por doquier. Llovía y yo corría a la otrora facultad de leyes desde el Alma Mater. La lluvia no era densa, pero las del día anterior habían dejado unos charcos que fueron parte del recorrido logrando empaparme todo el pantalón. Llegué al pasillo del edificio casi transparentado por la humedad que hacía visibles más allá de la ropa, que se había plegado a mi piel, las pocas carnes que cubrían mi costillar.
Yo era muy flaco. “Casi transparente” decían mis críticos amigos. Simple relajo, aún no se denominaba bullying a ese tipo de maltrato.
No podía creer que le había acertado a cada charco en mi camino. “Tengo que cambiar los lentes”, pensé para mis adentros. Sí, yo usaba lentes para mal ver entonces. Ahora mal veo sin ellos.
La clase ya estaba por iniciar así que me sacudí lo más que pude el agua superficial y entré al aula 104 de la facultad, del NU, como todos le conocen en la UASD.
Mi profesor era Salvador Ramos y la materia derecho inmobiliario. El profesor estaba considerado como una lumbrera, con un compromiso ideológico firme y con experiencia administrativa en sede universitaria.
Para la ocasión el profesor se había hecho acompañar de su joven hijo, casi adolescente ya. Un remanso de erudición y gracia. Ya lo había visto antes corretear por las aulas de la universidad y los espacios recreativos. De hecho ya había compartido aulas con este niñito sabiondo, yo como estudiante y él en compañía de otra maestra. Su madre también fue mi profesora y años después mi compañera de estudios de maestría, y ese jovencito, su adoración, fue su compañero de algunos paseos universitarios.
Al interactuar con el niño, cosa que todos podían hacer por la apertura de sus padres, estaba claro que tenía metas definidas, que poseía una inteligencia precoz y elevada, que estaba destinado a grandes cosas, y que desde ya, para entonces, estaba condenado al éxito.
Años después, volví a ver a aquel jovencito, un hombre ya, cuando entró a impartir docencia en la maestría que yo cursaba. Ahora era mi profesor. Aquel quien ya habiendo terminado con éxito rotundo su especialidad en derecho constitucional, ganó concursos que le permitían jugar el rol de profesor de maestrías en la más antigua universidad del nuevo mundo. Mi profesor, el joven Omar Ramos Camacho exudaba brillantez, locuacidad, preparación y compromiso.
Desde entonces dediqué tiempo en estudiarlo, seguirlo y aprenderlo. Y aunado a la honradez que descubrí abraza con denuedo y tesón, al virtuoso hijo de Salvador Ramos y Carlita Camacho le adornan las cualidades necesarias para cumplir con los roles históricos reservados a los mejores hombres.