Por regla general, todos somos un poco falsos. Todos hemos dicho alguna vez una mentira piadosa, hemos negado rotundamente lo que decíamos o hemos falseado nuestros sentimientos para obtener algún beneficio. La educación que recibimos de niños nos lleva a menudo a ocultar nuestros pensamientos bajo muchas capas, quitándoles o añadiéndoles según lo exija la situación.
La hipocresía tiene muy mala fama, pero forma parte de nuestra naturaleza y la sacamos a la luz sin darnos cuenta. Puede ser cuando miramos a una amiga gorda y le decimos «estás guapísima», cuando ponemos excusas para llegar tarde al trabajo o cuando decimos a nuestros padres que anoche salimos a pasar una noche tranquila. Son pequeños gestos para evitar conflictos innecesarios.
El problema viene cuando se tiene una imagen pública y todo queda registrado en los medios de comunicación y en las redes sociales. Pillar a alguien delante de una cámara, ya sea en política, espectáculo o deporte, es ahora tan fácil como tirar de hemeroteca. Con tantos ojos puestos en nosotros y tan cansados de analizar los hechos, deberíamos ser más cuidadosos en nuestros actos y palabras.
Por eso, mi consejo a quienes nos representan de una u otra forma esta semana es que no abracen a alguien a quien en el futuro podrían apuñalar por la espalda, que no digan algo de lo que luego podrían arrepentirse, que no aplaudan una actitud que será condenada por la opinión pública y que no prometan algo que no están seguros de que vaya a suceder hacer promesas que no se está seguro de que se harán realidad. Y en cualquier caso, una vez dado un paso, no volver atrás. Porque siempre habrá alguien que te avergonzará con imágenes del pasado.
Pero si lo piensas bien, mis palabras caerán en saco roto. Dadas las circunstancias, es más importante mantenerse en el candelero que proyectar una imagen de integridad y honradez. Es lo que hace la mafia para ponerte de los nervios con una mentirijilla’.