Todas las ciudades del país deberían celebrar un gran convite o junta de la en el mes en que caen sus fiestas patronales.
El valor de una gran reunión anual es inconmensurable: durante las cerca de seis horas que dura, se recogen los recuerdos de los mayores, crece el orgullo de los adultos por su banileño y los jóvenes conocen sus raíces, los grandes y pequeños nombres que conforman la comunidad en la que viven o en la que vivieron sus padres y Es una buena manera de conocerlos.
El domingo pasado, en los terrenos de la UNPHU, los vanileños celebraron un convite. Participan en el convite porque aprendieron de Azorín que «vivir es ver volver». Luego, alrededor de una olla de mamate, vainillejo y mango rosita, desayunan arepitas de burren en las calles de Máximo Gómez y Nicolás Heredia.
La gente regresa a los lugares donde fue feliz y vuelve a serlo. Cuando la ausencia pesa, cuando el olvido se recuerda, cuando el pelo se va o se platea, ahora se regresa a recoger las monedas de cinco chelines tiradas en el fondo del Capo No Te Abajes, Topao Libertando, Canal Marcos A. Cabral, y con Renato y su escopeta No 12 en la Finca La Famosa. Volver a cosechar tomates.
Cada noviembre, uno vuelve a Comvite Banilejo para probar de nuevo el helado de uva de Julio Julio y Doña Magaris en Viejo y El Aventelo, para ver de nuevo a Lucie e Ileana al frente del Ballet de Bastones, para luchar contra Chinito y Vaquerito en la manifestación del Liceo, para ver la película de Bagañiona Volver a cantar El Maestro de Patsy Andion en el cine (para entonces, cantar era suficiente para despedirse).
Volver a leer a Pablo Neruda con los ojos verdosos de María del Carmen, tirarle piedras al inspector Pason en la perrera de la policía, ocupar la iglesia con Freddy, Edgar, Radamés y Yonny, y declararse en huelga de hambre por la liberación de los cinco policías metropolitanos. Si no los liberan, habrá fuegos artificiales.
Como el Banilejo de Marcel Proust, la gente volverá a buscarlos.