Olivier Vilminio ha sufrido dos veces por culpa de las pandillas de Haití. La primera cuando éstas lo hirieron de bala y la segunda, cuando asaltaron el hospital donde estaba ingresado, obligándole a abandonar el establecimiento.
Este haitiano de 31 años, padre de dos niñas, es una víctima colateral de la violencia que sacude Puerto Príncipe. Los disparos le alcanzaron una pierna y el ano y tiene que caminar con una muleta.
Los tratamientos que necesita son demasiado caros o no están disponibles en la capital haitiana, por lo que el dolor es constante.
«Me he quedado sin medicación. El analgésico que debería tomar es tramadol (un potente medicamento de la familia de los opiáceos), y es carísimo, 750 gurdas el paquete», es decir, algo más de cinco dólares y medio, dice Vilminio desde el centro para desplazados donde vive, instalado en el liceo Marie Jeanne, cerca del centro de Puerto Príncipe.
Como muchos otros habitantes de la capital, Vilminio no recibe una atención médica adecuada.
Su país atraviesa una profunda crisis de seguridad, humanitaria y política. El número de desplazados internos ha aumentado un 60% desde marzo, debido al recrudecimiento de la violencia de las bandas, y ahora asciende a casi 600,000, según la Organización Internacional para las Migraciones.
Haití se ha dotado hace poco de autoridades de transición, cuya tarea principal es restaurar la estabilidad. Todo un reto teniendo en cuenta que las pandillas controlan la mayor parte de Puerto Príncipe y han atacado en varias ocasiones hospitales, además de instituciones gubernamentales, comisarías y prisiones.
Un primer contingente policial de Kenia, que encabeza una misión multilateral de la ONU para combatir la violencia pandillera en Haití, partió el lunes hacia esta nación caribeña.
SIN DINERO
Vilminio buscó a personal de la oenegé Alima, que atiende a desplazados mediante equipos móviles, para ver si podían suministrarle antibióticos.
En el mismo centro, otras historias de balas perdidas recuerdan las desgracias de los residentes.
Marie Joanne Laguerre, de 24 años, estaba en la puerta de un albergue cuando fue alcanzada en la nuca. «Al principio pensé que me había golpeado una piedra», dice a la AFP.
Tres meses después, la joven aún no ha podido hacerse una radiografía. «Voy al hospital, me vendan, me dan medicinas», pero para la radiografía, «ese día hubo un corte de luz», cuenta. Y «ahora no tengo dinero para hacérmela. Sigo sin saber qué tengo en la cabeza».
Los hospitales que no han cerrado funcionan en condiciones precarias. A la inseguridad se suman la escasez del combustible necesario para usar los generadores y la falta de recursos.
Jean Philippe Lerebourg, director médico del Hospital La Paix, se siente sin embargo «afortunado» porque todos sus servicios han podido permanecer abiertos.
Pero desde finales de febrero -cuando las pandillas lanzaron ataques coordinados contra lugares estratégicos de la capital- el hospital está «bajo presión» porque ha tenido que acoger a pacientes que otros establecimientos, obligados a cerrar, ya no pueden recibir, explica.