Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.
Por la autopista 30 de Mayo, unos hombres uniformados de verde y ojos azules se dirigían hacia la zona intramuros de la capital, como las calzadas romanas conectaban al César con sus territorios. El portaaviones, como un minotauro furioso, estaba anclado en el mar. Por la autopista avanzaban los marineros en camiones y jeeps, escoltados por helicópteros que sobrevolaban los alrededores; convoyes de tanques con sus cañones apuntando avanzaban lentamente, pero decididos a impedir el triunfo del movimiento cívico-militar que exigía el regreso del gobierno constitucional de 1963.
Era el 28 de abril de 1965. Así vieron los ojos juveniles del autor de estas líneas la llegada de la segunda intervención militar en el siglo XX. Entonces, era uno de los doscientos muchachos internos en un colegio religioso de la Carretera Sánchez. Hasta allí llegaba el eco de la guerra.
Puede leer: El histórico Plan Marshall
En la tarde del 25 de abril, hubo que evacuar los edificios al circular la información de un inminente bombardeo. El refugio fue el Centro Manresa Claretiano. Todos subieron con la agitación de cachorros jadeantes, acompañados por sacerdotes salesianos; permanecieron en el lugar hasta bien entrada la noche.
Cuando regresaron a su hogar, encontraron los edificios en tinieblas: sin agua ni electricidad. Había comenzado la guerra y aviones del CEFA sobrevolaban la ciudad. Era la primera contienda después de las montoneras de principios del siglo XX.
El fuego de los combates no llegó al colegio, pero sí su atmósfera. Las emisoras de uno y otro bando emitían comunicados e informaciones. La conversación obligada giraba en torno a los acontecimientos del día. Después, empezaron a llegar familiares en busca de sus hijos. Ya para los últimos días de abril y primeros de mayo, multitudes abandonaban la ciudad huyendo del horror de la revuelta, camuflados de médicos para burlar los controles.
Para el mes de mayo, casi todos los estudiantes se habían marchado a sus casas. Cada uno comenzó a recibir el eco de la guerra: veían de manera distinta los sucesos que se producían, mientras los de la Capital empezaron a convivir con las alambradas, los disparos y los gritos en las noches. Los adolescentes crearon sus héroes. Aparte de Caamaño y de Bosch, a su mundo mágico llegaban algunos nombres y grupos como elementos míticos: Montes Arache y los hombres rana vencían a los guerreros más experimentados en combates increíbles. La batalla del puente Duarte y otros enfrentamientos se colocaron a la altura de las grandes gestas de América.
Se hablaba de un presidente que había bajado el precio de la comida y respetado las libertades ciudadanas; otros se oponían a la reinstalación del gobierno de 1963.
La presencia militar estadounidense pretendió diluirse con la creación de la Fuerza Interamericana de Paz (FIP), bajo la dirección de un general brasileño, y un día se dio la noticia de los acuerdos de paz entre los grupos beligerantes.
Los que habían organizado la lucha por el retorno a la constitucionalidad y se vieron obligados a defenderla con su vida, no ganaron la contienda, pero en sus lugares de origen fueron recibidos en las plazas públicas y en los caminos como si se tratara de ejércitos victoriosos. El tiempo dirá algún día qué papel jugó esa falsa creencia en el tortuoso proceso político que vivió el país durante el período 1966-1978. De ahí que los sucesos del hotel Matum, en Santiago, fueran probablemente una advertencia que muchos no entendieron en toda su magnitud.
La revolución había terminado, y hubo que volver al colegio. Al regreso, los muchachos eran seres diferentes: estaban marcados por el estigma de la guerra. Los escenarios permanecían inalterables: el descenso de los helicópteros en el campamento militar del vecindario, y allá, a lo lejos, en el centro del mar, el portaaviones, inmóvil, como un centurión moderno.