Salud

El culturista que consumía 35 kilos de carne y 400 huevos mensuales y llegó a la cima, aunque una dolencia le transformó la existencia

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El sol abrasaba los suburbios donde creció un chico delgado, inquieto y obsesionado con el movimiento.

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Flex Wheeler es considerado el último gran fisicoculturista clásico y logró ganar el Arnold Classic, pero una enfermedad renal hereditaria lo llevó a un trasplante y luego a la amputación de una pierna. A pesar de todo, hoy, a sus 59 años, sigue entrenándose.

California, agosto de 1965. El sol abrasaba los suburbios donde creció un chico delgado, inquieto y obsesionado con el movimiento. Todavía no era Flex Wheeler, ni el Sultán de la Simetría, ni el mito musculoso que desafiaría a titanes como Ronnie Coleman o Dorian Yates. Era solo Kenneth Wheeler, un muchacho que ya tenía la fuerza tatuada en el alma antes de desarrollarla en los músculos.

Antes del hierro, hubo patadas giratorias. Su primer amor fue el Taekwondo, y lo practicó con una disciplina monástica. Lo físico, lo técnico, lo mental: todo lo que exige un arte marcial caló hondo en su carácter. El equilibrio y el control del cuerpo se convertirían en una obsesión. No era aún un fisicoculturista, pero ya era un guerrero.

Entró al mundo del fisicoculturismo en los años ochenta, cuando las leyendas aún se esculpían a base de sudor y espejo. Y allí, bajo la luz blanca de los gimnasios californianos, comenzó la metamorfosis. Su cuerpo — al principio común, funcional, nada deslumbrante — empezó a responder. Lo que otros tardaban años en construir, a él le brotaba como si su ADN estuviera diseñado para la hipertrofia. Flex lo entendió rápido: tenía un don.

Su presencia en el escenario era un acto de precisión visual. Como si cada músculo, cada línea, cada volumen, hubiera sido moldeado por un escultor invisible. Simetría, proporción, elegancia en el volumen. Flex no era el más gigantesco, pero era el más armonioso. Le llamaban “El Sultán de la Simetría”, y nadie le disputaba ese trono.

En 1993, llegó su coronación: ganó el Arnold Classic, una de las competiciones más prestigiosas del circuito. El mundo del fisicoculturismo se rindió ante su talento. En ese podio, entre focos, flashes y bronceadores, el chico de California se consagraba como uno de los cuerpos más perfectos que había pisado una tarima.

Pero el Olimpo del fisicoculturismo tiene su dios: Mr. Olympia. Flex Wheeler alcanzó el segundo lugar en esa competencia no una, sino dos veces. ¿El verdugo? Primero Dorian Yates, luego Ronnie Coleman, dos mastodontes que imponían tamaño donde él ofrecía proporción. El público lo adoraba, los jueces lo respetaban, y sus colegas sabían que era peligroso.

Durante esa década, no era solo un competidor: era una referencia. Su forma de posar, de caminar por el escenario, de marcar cada fibra, se estudiaba en los gimnasios como una cátedra. Era el ejemplo vivo de lo que podía lograrse cuando la genética y la disciplina se alineaban como planetas.

Pero ni siquiera él sospechaba lo que el destino le tenía reservado.

No había sabor ni capricho, solo cálculo. No había ternura en su dieta, solo estrategia. El cuerpo de Flex Wheeler, con más de 110 kilos de músculo, no se mantenía con voluntad: se mantenía con entre 5.000 y 7.000 calorías por día, distribuidas en una coreografía alimentaria que rozaba lo militar.

Seis, siete, ocho comidas diarias. Todas medidas. Todas controladas. La comida no era ocio: era una obligación. Las proporciones exactas, dictadas con la precisión de un ingeniero: 40% de proteínas, 40% de carbohidratos, 20% de grasas saludables.

El desayuno podía parecerse al almuerzo y el almuerzo a la cena. No importaba. Los músculos no entienden de horarios, solo de nutrientes. Cada célula exigía su parte. Y Flex se la daba.

En un mes, 400 huevos. Sí, cuatrocientos. Una montaña de proteínas con cáscara que desaparecía a fuerza de constancia. 35 kilos de carne cada treinta días, como si criara una vaca para él solo. Y cada día, sin falta, entre 4 y 5 litros de agua recorrían su cuerpo como un río interno, arrastrando toxinas, lubricando las fibras, manteniéndolo funcional.

No comía con hambre: comía con método. Se entrenaba con furia y después ingería como si se estuviera reponiendo de una batalla. En el espejo, cada línea, cada vascularización, era la evidencia de ese pacto radical con el sacrificio. Había hecho del cuerpo una religión y de la comida su ritual sagrado.

Entrenar y comer. Comer y entrenar. Dos verbos, una vida.

Y entre comidas, suplementación, descanso, repetición.

Pero nada de eso se sostenía sin la voluntad. Y Flex la tenía. Como pocos. Como casi nadie.

Porque para mantener esa fisonomía imposible, había que renunciar a casi todo lo demás.

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Año 1999. Flex Wheeler está en la cima. Sus músculos brillan bajo los focos de la tarima, sus rivales lo respetan, su nombre resuena en todas las revistas de fisicoculturismo. Pero, por dentro, algo se está rompiendo. Algo más profundo que una fibra muscular. Los riñones.

La noticia fue un golpe. No solo por la gravedad, sino por el origen: una enfermedad renal crónica, hereditaria. No había forma de evitarlo, no importaban los cuidados, los suplementos, el agua purificada, los chequeos. Estaba escrito en su sangre.

Los médicos fueron claros. El fisicoculturista más simétrico del planeta tenía una bomba de tiempo dentro.

El ritmo de las competencias bajó. Pero no su voluntad. En el gimnasio seguía siendo un guerrero. En casa, sin embargo, comenzaban las sesiones de diálisis, los controles, los días de fatiga profunda. El músculo ya no era suficiente.

En 2003, el trasplante. Un nuevo riñón, una nueva oportunidad. Un órgano para seguir adelante, aunque con restricciones, aunque con miedo. Nadie lo dijo en voz alta, pero todos sabían: la carrera no podía seguir igual.

Lo más duro no fue la pérdida del físico. Lo más cruel fue lo que vino después. Año 2019. Veinte años después del primer diagnóstico. El cuerpo había resistido más de lo que cualquiera hubiera apostado. Pero las complicaciones circulatorias fueron el final de una larga pelea. Hubo que amputar. La pierna derecha. No un dedo, no un músculo. Una pierna entera.

Flex Wheeler, el escultor de su propia anatomía, había perdido una parte esencial de sí mismo.

El hombre que una vez había desafiado a los dioses del músculo, ahora caminaba con muletas. Se detenía ante las escaleras, mirándolas como enemigos. En una entrevista, su voz se quebró:

— No soy el hombre que era antes. Me siento medio hombre. Solo tengo pensamientos negativos y no puedo parar de llorar.

Depresión crónica. Así lo nombraron los especialistas. Pero él ya lo sabía. Lo vivía. Lo arrastraba. No eran solo los fantasmas del pasado. Era la sombra de todo lo que había sido.

Pero ni siquiera el dolor lo quebró del todo.

Porque incluso sin pierna, incluso con riñón trasplantado, incluso llorando en silencio, Wheeler aún respiraba entrenamiento.

59 años. Para Flex Wheeler, es la edad de la resistencia. No la resistencia del músculo — esa quedó atrás — , sino la más feroz de todas: la del espíritu.

Su cuerpo, el que alguna vez definió los límites de la perfección humana sobre una tarima, ya no es el mismo. Y sin embargo, ahí está: cada mañana, o cada tarde, entrando a un gimnasio.

No para competir. Para mantenerse. Para sentirse vivo.

El Flex actual no busca volumen, ni simetría, ni siquiera marcas. Busca seguir moviéndose, sostener su identidad a través del ejercicio. Entrena “si la salud se lo permite”. Algunas semanas puede. Otras, no. Pero siempre lo intenta.

En la comunidad del fisicoculturismo ya no es un rival: es una leyenda viva.

Lo reconocen como el último gran fisicoculturista clásico, una especie de eslabón perdido entre la era de la estética y la era del volumen monstruoso. Mientras el Mr. Olympia celebra físicos cada vez más gigantescos, el recuerdo de Wheeler representa otra filosofía: proporción, belleza, control.

Hoy, cuando lo invitan a dar charlas, él habla de todo. Del entrenamiento, sí. Pero también del dolor. De la pérdida. Del derrumbe emocional. Y de cómo se vuelve a armar un hombre con piezas nuevas, aunque algunas sean de titanio.

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