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Miami. La diplomacia internacional siempre se ha cimentado en rituales de cortesía, acuerdos multilaterales y declaraciones mesuradas que, aún en el disentimiento, sostienen el armazón del respeto mutuo entre las naciones. Sin embargo, todo eso ha desaparecido en el gobierno de Donald Trump.
Desde el inicio de su segundo mandato, Trump ha convertido la Casa Blanca en una suerte de tribunal público donde los líderes del mundo desfilan no en el marco de un diálogo, sino ante la amenaza de un juicio radical. Desde su reapertura política el 20 de enero, el Despacho Oval ha mutado; ya no es solo sede del poder ejecutivo estadounidense, sino también el escenario de la provocación, el maltrato y, para muchos, el altar inquisitorial donde Trump dicta su verdad y somete a los disidentes.
La escena se repite, grotesca en su consistencia. Cada mandatario que no se alinea con el credo trumpista — nacionalismo económico, sumisión estratégica, devoción personal — es descompuesto, interrumpido, presionado o ridiculizado frente a los medios, en transmisiones en vivo.
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El primero en desfilar por ese nuevo tribunal fue Volodímir Zelenski, presidente de Ucrania, quien llegó a Washington en febrero pasado esperando respaldo militar estadounidense ante la escalada rusa. Lo que recibió fue un reproche público. Trump, frente a cámaras y sin la menor diplomacia, lo acusó de “no mostrar la gratitud debida” y de “meter a Estados Unidos en una guerra que no nos corresponde”. En la misma reunión, según PBS, Trump se quejó de que “Zelenski solo sabe pedir”. La crítica no fue estratégica; fue personal, teatral y desconcertante.
El 6 de mayo fue el turno del primer ministro canadiense, Mark Carney, quien llegó a Washington D.C. en medio de tensiones comerciales debido a los aranceles y a la pretensión de querer anexar Canadá como el estado 51 de la Unión Americana. Trump lo recibió con la provocación ya lanzada desde redes sociales: “No necesitamos NADA de Canadá”. En la Oficina Oval, Carney le reafirmó al mandatario estadounidense de manera solemne que “Canadá no está en venta. Nunca estará en venta”. Trump respondió con un gesto burlón y una frase lanzada como escupitajo, “nunca digas nunca”. La prensa canadiense tituló la escena como una “colisión entre la razón y la intimidación”.
Luego llegó el turno para el sudafricano Cyril Ramaphosa, recibido el 21 de mayo. En la oficina Oval. Trump le mostró un video de cuatro minutos donde se denunciaba un supuesto “genocidio blanco” en Sudáfrica, imágenes que luego se verificó que provenían en parte de contextos ajenos, como la República Democrática del Congo. “Lo que ustedes hacen allá es criminal. Nosotros en Estados Unidos protegemos a nuestra gente”, casi le gritó Trump, como si la audiencia fuera un juicio. Ramaphosa refutó las acusaciones con compostura, explicando que la violencia afecta mayoritariamente a la población negra y que las reformas agrarias no buscan venganza sino justicia. Pero el mensaje y el maltrato ya estaban emitidos: en la Casa Blanca los hechos no importan si contradicen la narrativa del presidente.
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Otro caso grotesco ocurrió sin una visita de Estado, pero también desde el atril de la Casa Blanca. En marzo, durante un discurso sobre recortes en ayuda exterior, Trump mencionó a Lesoto como “un país del que nadie ha oído hablar”, justificando así su exclusión presupuestal. El gobierno de ese pequeño país africano expresó su “profunda indignación” por el comentario, calificándolo como “una burla humillante hacia naciones soberanas”. Como era de esperarse, la Casa Blanca no ofreció disculpas. Trump, simplemente, ignoró el asunto. En su lógica, el silencio no es omisión, sino desprecio activo.
Pero ¿por qué Trump actúa así? ¿Qué impulsa este desfile de agresiones? Una sobrina del presidente de los Estados Unidos, quien lo conoce de cerca y ha convivido familiarmente con él, Mary Trump, quien además es psicóloga clínica, ha dado una explicación tan íntima como estructural: “siempre ha sido un imbécil. Su psicología está marcada por el desprecio al otro y la necesidad constante de dominar”.
Trump es “narcisista, manipulador, supremacista”, explica Sergio García, psicólogo español. No está loco, aclara, pero ha convertido la política en una extensión de su necesidad patológica de atención y poder. Su estilo, resume, es del tipo: “Esto se hace porque lo digo yo”. El sociólogo Larry Diamond de Stanford va más allá: “Trump busca que todos se arrodillen ante su voluntad imperial”. Esa voluntad no necesita consenso ni diplomacia, sino sumisión. Y el sociólogo lo ubica dentro de una corriente más amplia, el ascenso global del autoritarismo carismático, donde los líderes no gobiernan con leyes sino con caprichos.
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La psiquiatra forense Bandy X. Lee ha descrito en su libro The Dangerous Case of Donald Trump lo que considera un “peligro claro y presente”: una personalidad con rasgos de trastorno narcisista, hedonismo extremo y comportamiento intimidante. “No se trata solo de lo que dice, sino de lo que genera; un espacio donde el miedo sustituye a la razón”, explica Lee.
Sin embargo, para varios críticos y analistas que han vertido sus opiniones en diversos medios, “nada de este comportamiento debería extrañarnos” ya que durante su primer mandato como presidente de los Estados Unidos (2017-2021), Donald Trump hizo de la Casa Blanca un escenario de confrontación, rompiendo con décadas de protocolos diplomáticos y transformando el trato hacia mandatarios extranjeros en una especie de ritual de dominación.
Uno de los momentos más icónicos de ese mandato fue el encuentro con Angela Merkel, canciller de Alemania, en marzo de 2017. Durante la sesión fotográfica en la Oficina Oval, Merkel extendió la mano para el saludo protocolario; Trump simplemente la ignoró.
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Con Justin Trudeau, primer ministro de Canadá, la relación comenzó con sonrisas, pero pronto degeneró. Tras una cumbre del G7 en junio de 2018, Trump abandonó el encuentro y desde el Air Force One lo llamó “deshonesto” y “débil”, luego de que Trudeau declarara que Canadá respondería a los aranceles con que amenazaba Trump con medidas recíprocas. Trump escribió en Twitter, “El primer ministro Justin Trudeau de Canadá actuó tan dócil y moderado durante nuestras reuniones del G7, solo para dar una conferencia de prensa después de que me fui diciendo… que no se dejará intimidar. Muy deshonesto y débil”.
Con Emmanuel Macron, el episodio más tenso ocurrió en diciembre de 2019 durante la cumbre de la OTAN en Londres. Aunque no fue en la Casa Blanca, la hostilidad se intensificó desde ahí. Cuando Macron declaró que la OTAN estaba en “muerte cerebral”, Trump lo ridiculizó públicamente, “eso es muy insultante para muchas fuerzas diferentes”, dijo desde el Despacho Oval días antes. En la reunión bilateral posterior, interrumpió a Macron varias veces en vivo frente a la prensa y le dijo, “ustedes necesitan a la OTAN más que nadie”, insinuando que Francia era débil y dependiente.
La frialdad también se manifestó con Theresa May, entonces primera ministra del Reino Unido. Tras los atentados de Londres en 2017, Trump criticó en Twitter la actuación de la policía británica y su política de vigilancia, lo que llevó a May a declarar públicamente: “Yo pienso que el presidente Trump está equivocado”. El gobierno británico lo reprendió formalmente y las visitas de Estado fueron congeladas. May fue recibida en la Casa Blanca, sí, pero sin el respaldo simbólico de un aliado histórico.
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La relación con Xi Jinping de China también se degradó públicamente desde la Casa Blanca. Aunque Trump lo llamó “amigo” al inicio de ese mandato, luego lo culpó de haber desatado el Covid-19. “China podría haberlo detenido”, dijo el 30 de abril de 2020 desde la Sala Este de la Casa Blanca. Y añadió, “no lo hicieron, dejaron que se propagara por todo el mundo”. El tono marcó el inicio de una guerra retórica que desembocó en sanciones, restricciones y acusaciones de espionaje.
Los desplantes también se dirigieron hacia aliados de larga data. A Shinzo Abe de Japón lo hizo tropezar en un campo de golf en 2017 (captado por las cámaras) y luego lo ridiculizó por “no pagar suficiente” por las tropas estadounidenses estacionadas en su territorio. A la OTAN entera la calificó de “obsoleta” y condicionó su apoyo al pago de cuotas que él consideraba injustas.
Este estilo, profundamente ofensivo y centrado en el poder simbólico del desprecio, ha sido descrito por expertos como una estrategia de dominación emocional y psicológica. El sociólogo Larry Diamond explicó en 2020 que “Trump está más cómodo con autócratas que con demócratas. No busca socios, busca subordinados”.
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Y así, igual que en primer mandato, pero ahora remasterizado, este 2025 se confirma como el año en que la Casa Blanca dejó de ser el centro del poder estadounidense para convertirse en una especie de Santa Inquisición moderna, donde Trump no necesita pruebas, solo convicciones. Y el castigo, como en la vieja inquisición, es el escarnio público, la amenaza simbólica y, a veces, la destrucción diplomática. De a
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