Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.
Ser madre no es una meta lograda, es un proceso en constante desarrollo. Y yo, como muchas, he aprendido -y sigo aprendiendo- en el camino. De hecho, estoy más que segura de que la maternidad ha sido mi mayor escuela y mis mejores maestros han sido los tres pillos que la vida me regaló: mis hijos. De ellos he aprendido lo que no está en los libros, lo que ninguna charla prenatal ni consejo bien intencionado de la abuela, tu propia madre o amigos te pueden brindar… y es que nada te prepara para lo que viene después del parto. Con ellos he vivido momentos de felicidad desbordante, de esos que te llenan el pecho y te hacen sentir que todo tiene sentido. Pero, también he transitado por los senderos de la preocupación, la tristeza, el miedo y el dolor… porque ser madre no es una experiencia lineal ni siempre radiante. Hay una voz interna que nos acompaña siempre, incluso en silencio: ¿lo estaré haciendo bien? ¿Dije lo correcto? ¿Fui demasiado dura? ¿Fui demasiado blanda? ¿Estuve presente como debí? ¿Les dedico suficiente tiempo? ¿Es cantidad o tiempo de calidad? Y es que a veces somos nuestras peores críticas y los jueces más implacables. En tiempos en los que nuestros roles son múltiples -madres, profesionales, esposas, amigas, familiares- nos exigimos más y nos desgastamos mucho más para dar lo mejor de nosotras en todo y a todos… lo que mina nuestra energía y calidad de vida como mujeres. Es común darnos latigazos por errores que cometimos sin mala intención, o por los que aún cometemos tratando de hacerlo lo mejor posible. Pero, ser madre no significa ser infalible, significa ser humana, entender la magnitud de esta realidad y aceptar que hay muchas, pero muchas, cosas que no están bajo nuestro control. Y ahí está el verdadero reto: aprender a vernos como mujeres reales, no como heroínas inagotables ni superheroínas con capa invisible. No importa cuántos años tengan nuestros hijos, nuestro rol no termina nunca. Cambia, evoluciona. Pasamos de ser guías en los primeros años a ser compañía silenciosa en la adultez. A veces sin aplausos, sin reconocimiento. A veces cuestionadas. Pero siempre presentes. Mi protocolo fantasma. He aprendido a no juzgarme tanto. A darme pausas, a pedir perdón cuando me equivoco y a abrazarme cuando me siento vulnerable. Porque criar también nos transforma a nosotras. Y aunque nuestros hijos no lo sepan (o no lo digan), también estamos creciendo con ellos. A todas las madres que, como yo, aman sin receta, lloran en silencio y ríen con fuerza cuando sus hijos están bien: abrácense. Lo están haciendo lo mejor que pueden. Y eso, muchas veces, es más que suficiente.