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La meditación transforma la mente, desde la felicidad. Cuentan que, en ciertas zonas del mundo, los monjes oyen crecer la hierba, no por tener un oído más fino, sino porque han aprendido a escuchar desde su interior.
Había una niña -llamémosla Alma- que solía quedarse en silencio durante el recreo. Mientras los demás gritaban, corrían o luchaban por un balón, ella se sentaba bajo un árbol y escuchaba. Nadie comprendía el porqué. Algunos pensaban que estaba triste. Otros, que era tímida. Pero Alma simplemente decía: “Aquí todo suena más lindo”.
Los años transcurrieron. La vida la impulsó al ruido, al éxito, al estrés. Se convirtió en una mujer admirada, eficiente, imprescindible… y ansiosa. Ya no oía crecer la hierba. Solo escuchaba el zumbido constante de sus pensamientos: ¿qué sigue?, ¿qué falta?, ¿qué no hice?, ¿y si no es suficiente?
Un día, colapsó. No en un accidente ni en una tragedia. Colapsó en forma de llanto silencioso, mientras se cepillaba los dientes. Y en ese instante absurdo y humano, entendió algo primordial: había perdido contacto con la calma que la sustentaba de niña.
Alma, ahora adulta, no volvió a sentarse en el patio del colegio. Pero cada mañana, antes de encender el celular o responder correos, se sienta unos minutos en su sala. A veces medita en silencio. A veces solo respira. Pero en ese espacio íntimo y sencillo, recuerda quién era. Y más aún, quién es cuando no se exige nada.
Y en los días buenos -que ya son más habituales-, vuelve a oírlo: ese sonido mínimo, casi inapreciable… el de la hierba creciendo en su alma.
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