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Una alimentación saludable se refiere a la ingesta apropiada de nutrientes.
Vivimos en una sociedad ajetreada y llena de deberes, donde el estrés se ha vuelto algo habitual. Sin embargo, muchos desconocen que este estrés no solo impacta nuestra mente, sino también cómo nos alimentamos. ¿Alguna vez has tenido un deseo incontrolable por algo dulce o calórico tras un día duro? O, al contrario, ¿has perdido el apetito cuando te sientes ansioso o preocupado? No eres el único.
Cuando sufrimos estrés, el cuerpo libera cortisol, una hormona que no solo nos alerta, sino que también incrementa el apetito, llevándonos a buscar alimentos ricos en azúcares y grasas, que ofrecen una rápida sensación de bienestar. Pero, esto no es simplemente falta de control: es una reacción biológica, pensada para ayudarnos a afrontar la tensión.
Con frecuencia, la comida se transforma en un refugio emocional, algo que no está relacionado con el hambre real, sino con emociones como tristeza, ansiedad o aburrimiento. Esta alimentación emocional puede ser reconfortante al instante, pero crea un ciclo de culpa y malestar que puede ser difícil de romper.
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Para gestionar esta relación emocional con la comida, es crucial aprender a diferenciar entre hambre emocional y hambre física. Reconocer la diferencia nos ayuda a tomar decisiones alimentarias más conscientes y saludables. Además, incluir prácticas de cuidado personal como dormir bien, mantenerse hidratado, hacer ejercicio y practicar alimentación consciente (comer sin distracciones, saboreando los alimentos) puede marcar una gran diferencia en nuestra relación con la comida.
No todo vínculo emocional con la comida es perjudicial. Celebraciones, compartir una comida en familia o disfrutar de un postre especial también son parte de una relación sana con la comida. No se trata de eliminar la emoción de la comida, sino de evitar que se convierta en una herramienta para lidiar con el estrés.
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