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Hay personas que emanan energías positivas. Basta con observarlas para que el entorno se llene de buenas vibraciones. Ramón Alberto Núñez, O.P. y Juan Manuel Febles, O.P., son dos sacerdotes dominicos que sirven en la parroquia Santo Tomás de Aquino en Santo Domingo. Aunque cada uno posee características distintas, comparten un rasgo esencial: viven con alegría su vocación.
Estos dos dominicos han hallado en el seguimiento de Jesús, al estilo de santo Domingo de Guzmán, el sabor único de su vida. Ramón suele decirme, entre risas, que soy un “infiltrado” en su parroquia, pues conoce mi aprecio por la espiritualidad ignaciana. Admiro profundamente su manera entusiasta de acercarse a la gente. Tiene la habilidad de decir verdades contundentes sin que su alma se oscurezca. Siempre se muestra positivo y personifica ese ideal de pastor con “olor a oveja”, como propuso el papa Francisco. Es un sacerdote bien formado, capaz de hablar de teología y de la cotidianidad con una sencillez y profundidad que hacen de sus homilías momentos cercanos y auténticos, como él mismo es.
Juan Manuel es un joven soñador. Tiene proyectos admirables de transformación social. Tuve la oportunidad de visitar, junto a mi esposa, su lugar de nacimiento en El Seibo, conocí a su familia y amigos y allí, confirmé que es un hombre humilde, siempre atento a los suyos. Lo mismo organiza ministerios artísticos para niños y jóvenes en la capital que recorre distintas zonas del país buscando fondos para apoyar a personas de escasos recursos que tienen algún familiar hospitalizado por cáncer.
Decía Miguel Ángel — Michelangelo, para quienes leímos a Martín Caparrós y nos gusta hacernos los que sabemos italiano — que esculpir consiste en quitar del mármol todo lo que sobra, y que al hacerlo, aparecían el Moisés o la Piedad. Estos dos amigos sacerdotes hacen algo similar en las comunidades que sirven: ayudan a sacar lo mejor de las personas que las habitan. Con ellos he aprendido que ser dominico implica un profundo sentido de empatía y humildad. La coherencia de su fe se manifiesta en cada eucaristía que presiden, irradiando esa fuerza discreta e invencible de la esperanza, que es, en el fondo, la mejor predicación de su vocación.
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