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La primera noche la pasé con un chico italiano, dos coreanas muy amables y una ciclista veterana a la que casi ni saludé al verla partir antes del amanecer. Fue en una habitación de un albergue, previo a mis primeros pasos por el Camino de Santiago, peregrinación transformadora que siempre deseé realizar.
Cada estancia en los albergues fue una caja de sorpresas: no sabes con quién dormirás ni qué te encontrarás, incluso aunque te tomes la molestia de reservar los mejores albergues de los pueblos por los que pasas cada día. Ahí compartí con personas de todas las edades, de diferentes culturas y que en su andar, tienen propósitos muy similares y a la vez muy diferentes. Con muchos fue grato coincidir luego en algún tramo del camino o en los pueblos.
En el camino se camina con lo esencial: no hay muchas razones para temer robos. No se anda con lujos ni hay espacio para presumir de nivel social. Allí todos andan en las mismas circunstancias y a lo suyo. Después de caminar entre 20 y 30 kilómetros diarios, cualquier cama se disfruta como la diseñada para la princesa más exigente.
Cada albergue merece su propia crónica. Son muchas las experiencias: lavar la ropa en grupo, cocinar en la misma cocina, cenar todos en la misma mesa… En todos puede haber ronquidos de desconocidos y gente que se levanta muy temprano. Si se quiere evitar, hay habitaciones individuales con precios más altos. A mi parecer, demasiado confort puede hacer perder parte de la esencia de este histórico camino que tantos peregrinos realizan desde la Edad Media. Los albergues enriquecen el proceso de peregrinación.
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