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Estados Unidos ha superado un límite preocupante: hay más soldados desplegados en Los Ángeles que en Irak y Siria juntos. Un informe confirmado por ABC News indica que cerca de 4.800 efectivos –entre la Guardia Nacional y Marines– están movilizados en la ciudad californiana, mientras que en Irak y Siria la cifra apenas supera los 4.000.
El movimiento no es fortuito ni habitual. Se produce después de semanas de protestas sociales, disturbios y creciente tensión racial y política. El presidente Donald Trump, actualmente en el cargo, ha ordenado esta concentración como parte de un plan para “restaurar el orden”, aunque los críticos lo ven como una exhibición de fuerza contra su propia población.
Este escenario revela una prioridad política alarmante: el gobierno de Estados Unidos militariza sus calles antes que atender sus guerras en el extranjero. En otras palabras, el verdadero enemigo del imperio parece ser ahora su propio pueblo: inconforme, organizado y hastiado de décadas de desigualdad estructural.
Mientras que en Oriente Medio las tropas estadounidenses mantienen una presencia simbólica y controlada, en casa el aparato de seguridad se fortalece para contener la disidencia interna. Las fuerzas armadas no están siendo enviadas a combatir el terrorismo transnacional, sino a vigilar manifestaciones y controlar barrios enteros.
Esto ocurre en paralelo a una serie de medidas cada vez más autoritarias: detenciones sin orden judicial, vigilancia masiva y represión directa contra activistas, migrantes y comunidades racializadas.
Para muchos analistas, este cambio no es un hecho aislado, sino el reflejo de una crisis estructural en el modelo estadounidense: cuando el sistema ya no puede garantizar la justicia social ni los derechos básicos, opta por blindarse. La represión se convierte en política de Estado.
Lo que ocurre en Los Ángeles no es ajeno a nuestra región. La militarización del espacio civil ha sido una constante en países donde los privilegios de unos pocos se sostienen a costa del sufrimiento de las mayorías.
La diferencia es que ahora es el propio centro del imperio el que se atrinchera, demostrando que cuando el pueblo se levanta, ni los discursos de libertad ni la propaganda son suficientes. Solo queda el uso de la fuerza.
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