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‘Moriré en Estados Unidos. No me iré a ningún lado. Podría ir a Marte, pero será parte de Estados Unidos’, dijo Elon Musk hace poco en un acto político en Wisconsin. Las palabras del dueño de Tesla, el hombre más rico del mundo, que desde hace tiempo habla de colonizar el planeta rojo, chocan con el llamado Tratado del Espacio que desde su firma en 1967 establece que el también conocido como ‘planeta azul’ no tiene dueño, no es de nadie y tiene normas que los estados firmantes deben acatar, Estados Unidos incluido.
Pero ¿qué motivó a los países a acordar un Tratado para el Espacio y qué establece el tratado?.
Inspirado en el Derecho del Mar, el oficialmente denominado ‘Tratado sobre los Principios que Deben Regir las Actividades de los Estados en la Exploración y Utilización del Espacio Ultraterrestre, incluso la Luna y Otros Cuerpos Celestes’, popularmente conocido como ‘Tratado sobre el Espacio Ultraterrestre’, se firmó el 27 de enero de 1967 y entró en vigor el 10 de octubre de ese año.
Eran los prolegómenos de la llegada del hombre a la Luna que ocurriría dos años después, el 20 de julio de 1969, en plena Guerra Fría, cuando reinaba el temor a una guerra nuclear entre Estados Unidos y la entonces Unión Soviética y de que el conflicto armado se trasladara a la órbita de la Tierra, ya que ambas potencias se hallaban en la conquista del espacio.
Sin embargo, los orígenes del Tratado del Espacio se remontan a 1957, unos meses antes de que la URSS lanzara al espacio el Spuntik, el primer satélite artificial de la historia, que marcó el inicio de la carrera espacial.
El tratado, que el día de la firma se hizo por triplicado en Londres, Moscú y Washington, establece desde entonces los principios fundamentales del derecho espacial internacional, sin soberanía delimitada para el también conocido como ‘planeta azul’.
Aunque recoge la libertad de exploración, el Tratado establece que ni la Luna, ni ningún otro cuerpo celeste está sujeto a ‘apropiación por una demanda de soberanía, mediante el uso, la ocupación o por cualquier otro medio’.
En el recuerdo queda la imagen de los astronautas Neil Armstrong y Buzz Aldrin clavando una bandera estadounidense en la superficie lunar en julio de 1969, un gesto solo simbólico, que no implica por tanto ninguna reclamación territorial sobre el satélite de la Tierra, expresamente prohibido por el Tratado.
Como tampoco tienen significado de pertenencia las seis banderas colocadas en la Luna por cada una de las misiones Apolo que alunizaron después.
Aunque generalista – la normativa consta de sólo 17 artículos recogidos en apenas cinco folios -, prohíbe ensayos, despliegue de armas nucleares, de destrucción masiva y se vetan maniobras y bases militares en el espacio, lo que se ha cumplido desde que se firmó el documento.
Tutela por Naciones Unidas, con el afán de preservar el espacio para fines pacíficos, la fuerza del tratado reside en el llamado principio básico de la diplomacia espacial, consistente en unir a los estados mediante la cooperación, aunque sus políticas sean distintas y los desacuerdos en otras facetas, sean en ocasiones irresolubles.
Un ejemplo visible de lo anterior es desde 1998 la Estación Espacial Internacional (EEI), un centro de investigación y cooperación en el que Estados Unidos y Rusia son socios principales que trabajan en colaboración con Canadá, Japón, los países de la Unión Europea y Brasil y Ucrania como colaboradores.
No obstante, desde que en 1967 entró en vigor el Tratado del Espacio, el mundo ha cambiado y además de los Estados, las grandes compañías también tienen proyectos e intereses espaciales, algunos basados en la futura explotación minera de asteroides, un sector emergente, para el que ya se preparan empresas y gobiernos.
De 2015 es precisamente la regulación aprobada por Estados Unidos en esa materia y de 2017 la de Luxemburgo y ambas, en la misma línea y para evitar conflictos con el Tratado del Espacio, reconocen la propiedad de los recursos, solo de éstos y solo una vez extraídos.
Es el marco de lo que se ha denominado ya el nuevo espacio (‘new space’) que se proyecta alrededor de los cerca de 9.000 asteroides próximos a la Tierra de los que se podría extraer agua y elementos como platino, cobalto, antimonio, zinc, estaño, plata, plomo, indio, etc., todos materiales geoestratégicos, actualmente en disputa por su alto valor tecnológico, y que cuando se firmó el Tratado del Espacio formaban parte de la ciencia ficción.
La Oficina de Naciones Unidas para el Espacio Exterior (Unoosa) es la encargada de vigilar el cumplimiento del Tratado y de recordar a los Estados miembros, -112 lo han ratificado y 23 lo han firmado -, que cada una de las partes está comprometida a hacerlo cumplir a sus respectivas empresas nacionales.
Contrarias al espíritu del tratado son, sin embargo, las recientes declaraciones en Wisconsin del magnate Elon Musk, el dueño de la empresa aeroespacial SpaceX y asesor y amigo personal del presidente Donald Trump.
Pero esas declaraciones de Musk no son las únicas, ni tampoco las primeras.
Ya en 2002, tras la fundación de Space, la colonización de Marte figuraba como uno de los objetivos del amigo y asesor de Trump, de hecho el aviso legal en los términos de servicio de su red satelital de Satarlink dice: ‘Para los servicios prestados en Marte, o en tránsito hacia Marte a través de Starship u otra nave espacial, las partes reconocen que Marte es un planeta libre y que ningún gobierno terrestre tiene la autoridad ni soberanía sobre las actividades marcianas. En consecuencia, las disputas se resolverán mediante principios de autogobierno, establecidos de buena fe, en el momento de la resolución marciana’.
Y asimismo en 2016, en el marco del Congreso Astronómico Internacional, el norteamericano hablaba de un plan para establecer un asentamiento humano en Marte, para garantizar la supervivencia de la humanidad, por si algo pasara en la Tierra.
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