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No es una obra maestra, ni siquiera una reaparición definitiva de Pixar, pero sí es un filme sincero, sensible. La nueva propuesta original de Pixar, “Elio”, se sitúa en esa delicada intersección entre el coming-of-age clásico y el anhelo escapista propio de la ciencia ficción. Dirigida por Adrian Molina junto a Madeline Sharafian y Domee Shi, la película presenta una narrativa que — aunque inspirada en el esquema universal del “viaje del héroe” — intenta recuperar la sensibilidad emotiva que convirtió a Pixar en sinónimo de madurez emocional dentro del cine animado. Sin embargo, lo que en principio se proyecta como un regreso a la forma termina revelando una obra de contradicciones internas, tan visualmente inventiva como estructuralmente apresurada.
Elio, un niño de once años marcado por la reciente muerte de sus padres, vive con su tía Olga, figura maternal de transición que lo cuida con ternura pero que no logra penetrar la coraza de dolor que envuelve al protagonista. Elio es un niño retraído, introspectivo, en fuga emocional constante. Su vida terrestre, representada con tonos apagados y espacios cerrados, contrasta radicalmente con su fantasía de ser abducido por extraterrestres. Lo que en otro contexto narrativo podría leerse como un tropo infantil o una metáfora ligera sobre la evasión, aquí se convierte en detonante literal del conflicto: Elio es efectivamente llevado al “Communiverse”, una suerte de confederación galáctica en la que, por error, es confundido con el gobernante de la Tierra. La premisa, que juega con la lógica de la comedia de enredos, pronto cede paso a una estructura más convencional, con elementos familiares en la tradición de Pixar: la pérdida, la búsqueda de identidad, la redención simbólica y una noción de pertenencia que trasciende lo biológico. Elio se transforma entonces en una especie de embajador accidental, arrojado a una comunidad de criaturas multicolores, cuyos diseños remiten tanto a formas arquetípicas del sci-fi clásico como a texturas propias del arte digital contemporáneo.
En ese sentido, la película encuentra uno de sus puntos más altos en el diseño de personajes y escenarios: la diversidad de especies, formas y movimientos en el Communiverse — entre lo blando, lo vaporoso y lo cubista — genera un goce visual innegable. A pesar de esa riqueza estética, la película enfrenta dificultades cuando intenta profundizar su discurso. La relación entre Elio y su tía, fundamental para entender su evolución emocional, carece de desarrollo orgánico. Se insinúa una tensión afectiva, pero no se construye un arco dramático sólido. Elio es, en muchos momentos, reactivo más que activo. Su conducta errática, su obstinación o su sarcasmo adolescente no son abordados desde una lógica interna consistente, sino que parecen responder a las necesidades puntuales del guion. Lo mismo ocurre con el ritmo narrativo: los conflictos se presentan y resuelven con una rapidez que impide sedimentar las emociones. El clímax, en particular, se siente precipitado, como si se tratara más de cumplir con un formato que de concluir un proceso.
Lo que sí logra conectar con fuerza es la dinámica entre Elio y Glordon, el hijo del antagonista Lord Grigon. Glordon — una criatura híbrida entre gusano y marsupial — es un hallazgo tanto visual como narrativo. Su resistencia pasiva a las exigencias bélicas de su padre introduce un subtexto pacifista genuino, que no se plantea como moralina sino como gesto ético desde lo cotidiano. La amistad entre ambos personajes se erige como núcleo afectivo de la película, funcionando como espejo emocional y catalizador del cambio en Elio. En estas escenas, el filme alcanza su mayor grado de humanidad: dos niños, ambos rechazados por sus respectivos mundos, encontrando consuelo mutuo en medio del caos cósmico. Desde el punto de vista formal, Elio recupera ciertos elementos de la estética retrofuturista. Hay referencias visuales — nunca subrayadas — a los sistemas gráficos de los años 70, a las interfaces analógicas, a la ciencia ficción romántica previa a la hegemonía distópica. El uso del tema “Road to Nowhere” de Talking Heads, por ejemplo, no solo apunta a una sensibilidad melancólica sino que inscribe la película dentro de una tradición de viajes interiores camuflados como aventuras exteriores. No obstante, esa intención no se traduce en una coherencia estilística del todo lograda: la dirección artística y el montaje tienden a privilegiar la velocidad sobre la contemplación, como si existiera una urgencia por mantener la atención del público más joven a expensas de la profundidad emocional.
Pixar ha enfrentado en los últimos años una pérdida de identidad autoral, diluida entre experimentos narrativos sobrecargados y exigencias industriales de producción en serie. Elio, si bien no recupera plenamente la potencia simbólica de Up, WALL*E o Inside Out, sí representa un esfuerzo por volver a lo esencial: una historia sencilla, anclada en una experiencia individual, que utiliza lo fantástico como catalizador del crecimiento emocional. Elio no salva el universo, no desmantela sistemas políticos ni transforma sociedades; se transforma a sí mismo, que es lo único que, al final, cuenta. Pese a sus fallas — una resolución apresurada, personajes secundarios subdesarrollados, humor algo previsible — , la película deja una estela de dulzura melancólica. El diseño del clon de Elio, enviado a la Tierra para cubrir su ausencia, aporta un matiz interesante sobre la dualidad del yo y la expectativa social. Ese doble perfecto, que resulta más funcional para su tía y el entorno, evidencia la incomodidad que Elio siente consigo mismo: un niño que prefiere imaginar otra realidad porque la suya le resulta inhóspita. Es ahí, en esa grieta de alienación afectiva, donde Elio se justifica como propuesta. No es una obra maestra, ni siquiera una reaparición definitiva de Pixar. Pero sí es un filme sincero, sensible, que privilegia la emoción por encima del ingenio, y la empatía por encima del cinismo. Y en un contexto de saturación de franquicias, eso ya es mucho decir.
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