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De todas las manifestaciones artísticas, la música popular es una de las que más cambios ha sufrido recientemente.Quizá el impacto se ha notado más por la misma esencia del género, por su capacidad de despertar, recrear y alegrar sensibilidades emocionales.En el caso específico de la dominicana, ha “evolucionado” desde ritmos tradicionales a fusiones y adaptaciones, influenciada sobre todo por factores globales y tecnológicos, y con ello la aparición del reguetón y el dembow.No es necesario ser un “musicólogo” para estar consciente de que esta está cada vez más condicionada por intereses puramente comerciales y de influencia social.Ya ni siquiera se esconden las intenciones con recursos como el doble sentido. Literalmente, la mayoría de las composiciones se limitan a exaltar las debilidades más vulgares del pentagrama humano.Usualmente, la adolescencia es la etapa en que estas expresiones ejercen mayor influencia y empatía, pues el individuo busca el sentido de pertenencia. Por eso idolatra, se refugia e imita al “artista del momento”. Adopta su personalidad, forma de vestir, hablar o actuar.La debilidad institucional, el status quo, crea las condiciones para inculcar a la juventud arquetipos que exaltan lo “cool”, inspirados en el “perreo” e incluso la promiscuidad.Por ello, aunque se les tache de anticuadas, más del setenta por ciento de las personas sigue escuchando el mismo género musical de la adolescencia. Ejemplos hay muchos. Uno: “Los años dorados del merengue”.Es bueno recordar que la música, como sugestión hipnótica, va directo al subconsciente. Allí se guarda como recurso memorial de consulta, crucial para la formación conductual y las reacciones intelectuales.Siempre habrá excepciones. Que deberían ser la mayoría. Culpar a los autores, usualmente empíricos, sería hacer justicia a medias, pues estos se alimentan e inspiran de, y en, el entorno social.Cualquier intento que se haga por rescatar distorsiones de valores debe iniciar por la cultura musical.
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