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Se ubica en Francia, cerca de Mónaco. Su edificación fue la obsesión de Ferdinand Cheval, quien le consagró gran parte de su existencia. Hoy es una atracción turística.
Esta es la historia de Ferdinand Cheval. La de un cartero, su castillo y su sepulcro.
La mente del *facteur* Cheval siempre fue un enigma. Así como Akira Kurosawa filmó sus sueños, este cartero francés se nutrió de sus visiones para crear arte. Tristemente, jamás se percató de haber sembrado en Hauterives la semilla del surrealismo.
Escenario de la creación artística: las colinas de Drôme, un sitio más cercano a Mónaco que a París. Protagonista: el cartero Cheval. Año de inicio: 1879. Causa inicial: un traspié.
Ferdinand, que durante toda la segunda mitad del siglo XIX trabajó como cartero, tenía una rutina inamovible. Cada día caminaba 32 kilómetros para efectuar su recorrido postal.
Sus visiones eran constantes. Un día soñó con un templo medieval y lo dibujó al despertar. Fue a trabajar y, embebido por esa manifestación de su subconsciente, se distrajo y se tropezó con una piedra. En ese preciso instante tuvo una epifanía.
Ferdinand guardó la piedra, la llevó a su hogar e inició con ella su utópica creación. Su esposa fue testigo: lo vio ubicando la roca en el centro de su jardín.
¿El cartero Cheval estaba loco o había descubierto su faceta de artista? Al día siguiente, en medio de su jornada laboral, tomó otra roca y la llevó a su patio. Hizo lo mismo al otro día, y al siguiente… y al siguiente.
Para guardarlas primero usó sus bolsillos, después una cesta, luego una carretilla. Todas las tardes Cheval llevaba piedritas a su casa. Esas visiones que nunca había comprendido se estaban materializando en una obra material, tangible.
Las piedras que juntaba las acomodaba en hilera en el costado de la calle que daba a su hogar. Les causaba gracia a quienes pasaban por ahí. Creían que Cheval estaba loco, no que era un artista.
Mientras tanto, Cheval seguía soñando. Todas las figuras que veía en sus sueños por las noches las tallaba en su basural rocoso.
En 1896, su obra lo consumió. Dejó la repartición postal y se enfocó en la misión de su vida: la creación de su Palacio.
Treinta y tres años después, la rutina de las piedritas había devorado por completo su trabajo de cartero. Para 1912, Cheval ya había edificado un palacio con todas las pequeñas rocas que había reunido en ese camino que tan bien conocía.
El Palacio Ideal es como una torre de Babel. Una construcción borgiana en la que todas las culturas convergen. Hay una mezquita, una galería, un túnel, un templo hindú, una tumba egipcia, una torre de barbarie y una cabaña suiza.
En su creación está su manifiesto. No sea cosa que su mensaje no llegue: “Al crear esta roca deseo probar lo que la voluntad puede crear. No eres más que polvo, solo tu alma es importante”.
También les ahorró cuentas a los que no saben matemáticas. “1879-1912: 10.000 días, 93.000 horas, 33 años de sacrificios. Si hay alguien más obstinado que yo, que se ponga a trabajar”, se lee en una de las piedras de su edificio.
Una vez finalizada su estructura -de 26 metros de largo por 14 de ancho y 10 de alto-, Cheval, envalentonado, pensó en su próxima edificación.
A su esposa, que fue quien lo hizo terminar el palacio por sus súplicas de que descansara, le dio el gusto, pero solo por un rato.
Su próximo objetivo era el lugar donde descansaría para siempre: su propia tumba.
Ferdinand quiso que su tumba y la de su carretilla, su “compañera del dolor”, estuvieran dentro de su Palacio y por eso le dedicó otra buena cantidad de años a construirlas con el mismo método de la recolección de piedritas.
La tumba que hizo dentro de su castillo perdió validez cuando la ley francesa no le permitió ir a parar allí una vez muerto. Le dijeron que su fosa debía estar en terreno consagrado, es decir, en un cementerio común y corriente.
Ocho años más le tomó al cartero -que para ese entonces rondaba los 80 años- trasladar su tumba al cementerio de Hauterives, donde finalmente halló la paz.
En 1969, el Palacio Ideal fue reconocido como monumento nacional del “arte naif” por el ministro de Cultura de aquel entonces, André Malraux. Cheval encontró en André Breton, el mayor exponente del surrealismo, Pablo Picasso y Max Ernst a tres de sus mayores admiradores.
Hoy en día, cualquiera puede visitar el Palacio Ideal, que desde 2014 es considerado un museo. Allí se exhiben la carretilla con la que juntaba las piedras y algunas herramientas que usó.
Cerca hay un centro de información, una tienda de regalos y en los *tours* -que se ofrecen con reservas medianamente económicas- se incluye un recorrido que llega hasta el cementerio en donde está su tumba.
El Palacio Ideal, el centro de la obstinación, está allí a la espera de que quien lo vea, o simplemente conozca su historia, pueda ser un poco mejor.
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