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Si bien la infancia es una etapa crucial del desarrollo humano, muchas personas no atesoran recuerdos nítidos de sus primeros años. Esta aparente “amnesia infantil” genera interrogantes sobre el funcionamiento de la memoria, la maduración cerebral y el rol de las emociones en la construcción de recuerdos duraderos.
Lejos de ser un fenómeno homogéneo, la falta de recuerdos tempranos varía según las vivencias individuales, el entorno emocional y los recursos simbólicos disponibles durante el crecimiento.
Según la psicoanalista Josefina Saiz Finzi, integrante de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA), en algunos casos esta ausencia de recuerdos podría estar relacionada con mecanismos de defensa frente a experiencias dolorosas. “Las situaciones vividas en la infancia pueden contener hechos de intensidad emocional que la memoria adulta prefiere evitar”, explicó en diálogo con Infobae.
Desde esta perspectiva, el olvido se presenta como una estrategia psíquica de protección. “Estas defensas son necesarias; no recordar ciertos momentos permite al niño resguardarse del dolor”, añadió la especialista. Y aunque estos recuerdos pueden quedar fuera del relato verbal, no desaparecen del todo: “Quedan alojados en la memoria inconsciente y pueden manifestarse emocionalmente a lo largo de la vida”.
Aún así, es posible integrar esos recuerdos en la adultez, especialmente cuando se cuenta con un entorno que contenga. “Las experiencias positivas en la adultez ayudan a transformar esos efectos traumáticos”, señaló Saiz Finzi, quien remarcó además el rol de la terapia psicoanalítica: “La ayuda terapéutica moviliza recuerdos y los convierte en experiencias que enriquecen la personalidad”.
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Para la psicóloga Yanina Calabretta, especialista en ansiedad, trauma y trastornos obsesivos, los recuerdos de la infancia suelen aparecer de forma fragmentada porque “nuestro cerebro aún está en proceso de desarrollo durante la niñez y la adolescencia”.
“Al evocar recuerdos infantiles, es común que aparezcan como sensaciones, aromas, imágenes o emociones aisladas, piezas sueltas de un rompecabezas que no forman una escena clara”, explicó.
Entre los factores que influyen en la formación de recuerdos, Calabretta destaca el desarrollo del lenguaje, la identidad, el contexto familiar y el estado de maduración del cerebro. Señaló que el hipocampo es la estructura encargada de consolidar recuerdos a largo plazo, mientras que la corteza prefrontal se encarga de organizarlos de manera coherente.
También subrayó la importancia del entorno afectivo y la narrativa familiar: “El relato que hacen nuestros allegados nos ayuda a construir una historia coherente de nuestra infancia, lo que permite transformar fragmentos sueltos en una secuencia significativa”.
El lenguaje, además, cumple un papel clave: “A medida que maduramos, mejora la capacidad de usar el lenguaje de forma estratégica y se consolida la identidad, un proceso que empieza en la niñez y se refuerza en la adolescencia y adultez”.
Calabretta también abordó el vínculo entre trauma y memoria, citando al experto en psicotrauma Bessel van der Kolk (El cuerpo lleva la cuenta), quien sostiene que los traumas tempranos alteran el desarrollo neurológico. En este proceso, la amígdala se vuelve hiperactiva y puede generar recuerdos intensos o, por el contrario, suprimirlos como mecanismo de defensa.
El estrés crónico, además, eleva los niveles de cortisol, una hormona que afecta la plasticidad cerebral y la capacidad de almacenar nueva información. “Esto genera dificultades para concentrarse y recordar, con una tendencia a retener eventos amenazantes por encima de los positivos o neutros”, explicó Calabretta, y añadió que por eso es crucial que los niños crezcan en ambientes seguros y validados emocionalmente.
Desde el campo de la neurociencia, estudios recientes demuestran que el cerebro infantil puede codificar recuerdos desde muy temprano, aunque estos no sean accesibles más adelante.
Un equipo de la Universidad de Yale, liderado por Nick Turk-Browne, usó resonancia magnética funcional (fMRI) para analizar la actividad cerebral de bebés entre cuatro meses y dos años. Los resultados, publicados en Science, revelaron que el hipocampo ya presenta actividad funcional durante el primer año de vida.
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