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En un mundo en crisis, como el actual, los espacios geopolíticos dependientes, heterogéneos y vulnerables, como el Gran Caribe, son los primeros que tienden a transformarse. Esta región, diversa y estratégica, comprende no solo las islas del mar Caribe, sino también los países continentales con costas en este mar, como México, Colombia y los países centroamericanos.
En este escenario, existen tres grandes dinámicas que impactan actualmente en la región: la ecológica, relacionada con el cambio climático; la comercial, vinculada al desarrollo de nuevos flujos legales y criminales; y la económica, asociada a la explotación de nuevos recursos. A esto se suma una territorialidad fragmentada y constantes estructurales como el déficit fiscal, el energético y una dispersión institucional, que en los últimos años se intenta superar.
A nivel ecológico, el Gran Caribe es una de las regiones más afectadas por el cambio climático. La pérdida de arrecifes, los huracanes — cuya frecuencia, intensidad y capacidad destructiva han aumentado durante décadas — y la subida del nivel del mar — unos 10 centímetros en 30 años — impactan en la estabilidad y viabilidad de pequeños países como Antigua y Barbuda, Belice y Dominica.
Las vicisitudes por las que ha atravesado, por ejemplo, la zona del Lago Enriquillo en República Dominicana — que ha pasado de inundarse a desertificarse en pocos años — son un ejemplo perfecto del impacto ambiental que también afecta al comercio y a actividades económicas tradicionales como la pesca, el turismo y la agricultura. Todo esto favorece, entre otros efectos, las corrientes migratorias en una zona de fronteras porosas, que agrupa a 24 países y 22 dependencias que comparten frontera marítima con EE. UU.
Reajustes en las relaciones de poder entre actores locales y foráneos
La evidencia más clara de la reconfiguración de la región son los cambios estructurales asociados a la actividad comercial. La modernización de las infraestructuras estratégicas, por ejemplo -con la construcción de una decena de puertos de aguas profundas desde el año 2000-, se debe en parte al cambio climático, pero también a las transformaciones en la gobernanza logística global, que sigue considerando al área del Caribe como un espacio de ‘tránsito’.
Tras décadas de distanciamiento, Washington parece mirar cada vez más hacia el Gran Caribe como parte de la proyección marítima de su territorio. Desde su perspectiva, dicha área debería complementar y competir con su proyección terrestre, que atraviesa México y Centroamérica. La apuesta de EE. UU., que, como demostró la reciente visita del Secretario de Estado, Marco Rubio, silencia las necesidades y potencialidades locales, es que la reconfiguración en cuestión ayude a abaratar el coste de las mercancías, a acelerar los flujos y a garantizar la ‘contención’.
Dicha intención no debería sorprender, ya que los flujos ilícitos como drogas y migrantes, al igual que el comercio legal, han aumentado en los últimos años, han diversificado rutas y han desatado conflictividades territoriales que se han traducido en cada vez más estrategias de control, tanto por parte de los Estados como de actores paraestatales. Estados Unidos actúa, en ese marco, como supervisor de facto de la ‘seguridad’ regional.
Los ‘tránsitos’, sin embargo, no solo tienen una dirección Norte/Sur. En los últimos tiempos, han proliferado en el Gran Caribe numerosos proyectos interoceánicos — unos más factibles que otros — con el objetivo de agilizar el transporte de mercancías desde o hacia Asia, y sobre todo China, el gran imán comercial global que compite abiertamente con EE. UU.
Transformaciones económicas del Caribe
Si bien en los últimos años ha habido una irrupción abrupta de nuevas zonas de explotación de hidrocarburos -como el gas de Trinidad y Tobago o el petróleo de Guyana y Surinam- las tensiones con Venezuela, el gran productor histórico de la región, siguen marcando la evolución estratégica del área.
La región, además, está atravesada por diversas Cadenas Globales de Valor como las de la electrónica, las manufacturas, los textiles, los alimentos e incluso, cada vez más, las de algunos minerales estratégicos, cuyo ‘tránsito’ por el mar Caribe se ha vuelto habitual. En este contexto, la construcción y redistribución de los puertos de aguas profundas, la redefinición de las rutas comerciales y la explotación y transporte de recursos naturales estratégicos están contribuyendo a incrementar la demanda de energía en un área que ha padecido un déficit histórico.
La fragmentación política y territorial de la región ha tendido a reproducir los términos de dependencia en favor de actores foráneos y sus demandas. Solo así se puede entender que la región tenga un grave déficit de energía mientras que países caribeños exporten hidrocarburos fuera de la región.
La influencia de actores externos, que se manifiesta de diversas formas, constituye, en efecto, una constante histórica. Esto ha bloqueado, en gran medida, el desarrollo de estrategias institucionales regionales que den voz al Gran Caribe en un marco global para canalizar sus demandas.
En un contexto como el descrito, la Asociación de Estados del Caribe (AEC), el foro regional que agrupa a todos los países del Gran Caribe, se está convirtiendo en el instrumento principal que, a través de un multilateralismo activo, puede permitir que la región se proyecte al mundo. Ya no como una simple prolongación líquida de la Frontera Sur de EE. UU., sino como parte del Sur Global y con proyección geopolítica a escala global.
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