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NUEVA YORK – En noviembre del año pasado, pronostiqué que Israel probablemente atacaría las instalaciones nucleares y otros sitios militares de Irán, llegando incluso a “la eliminación de los principales líderes militares y políticos del régimen”. También afirmé que “el nuevo gobierno de Estados Unidos, sin importar quién lo encabece, no podrá más que seguir respaldándolo (a Israel), de forma directa o indirecta”.
Más allá de las profundas divisiones existentes dentro de Israel respecto a la gestión de la guerra en Gaza, todo el espectro político israelí (incluidos los críticos de centro-izquierda del primer ministro Benjamin Netanyahu) concordaba en que Irán estaba a punto de desarrollar un arma nuclear, lo que se percibía como una amenaza existencial para Israel. Muchos dirigentes centristas moderados, como Benny Gantz e Yair Lapid, acusaban a Netanyahu de ser demasiado permisivo con Irán.
Era solo cuestión de tiempo antes de que Israel atacara a Irán, nación que a partir del 7 de octubre de 2023, impulsó a Hamás, Hezbolá, los hutíes de Yemen y las milicias chiitas de Siria e Irak contra Israel. Pero una vez diezmados por Israel estos representantes regionales, con la consecuente pérdida de disuasión estratégica para el régimen iraní, la única opción que le quedaba era obtener la bomba atómica, algo inaceptable para Israel y para todo Occidente. Por eso Israel atacó a Irán. Y dado que algunas de las instalaciones nucleares de Irán estaban suficientemente protegidas contra el poderío de las armas israelíes, era evidente que Estados Unidos intervendría para destruirlas, pese a la postura antiintervencionista de la base de apoyo del presidente Donald Trump.
Irán contraatacó a Israel con andanadas de misiles y amenazó a las fuerzas estadounidenses en la región. Pero el régimen está tan debilitado que apenas puede defenderse, y menos aún usar sus limitadas armas contra las fuerzas estadounidenses. Es cierto que algunas milicias chiitas podrían intentar ataques contra las bien defendidas bases y tropas estadounidenses en la región. Pero el daño que podrían causar es limitado, además de que se expondrían a contraataques aún más contundentes de Estados Unidos e Israel.
Asimismo, la capacidad del régimen iraní para bloquear el estrecho de Ormuz, llenar de minas el golfo Pérsico o atacar las instalaciones de producción y transporte de energía de sus vecinos árabes, y su voluntad de hacerlo, son limitadas. La principal preocupación del régimen en este momento es la supervivencia, pero es probable que se derrumbe en los próximos meses.
Es verdad que por ahora, el ataque israelí ha generado apoyo patriótico al régimen, incluso entre sus opositores. Pero en algún momento, la gran mayoría de los iraníes, que desprecian al régimen causante de la ruina económica y financiera del país (a la que ahora se suma el colapso geopolítico y militar), se rebelará y lo sustituirá por otro. En 1990, el PIB per cápita de Irán era casi igual al de Israel; hoy, el de Israel es casi quince veces mayor. Las reservas energéticas de Irán son comparables a las de Arabia Saudita, o incluso las superan; pero en las últimas cinco décadas, Irán ha perdido ingresos de exportación astronómicos por librar una guerra inútil contra Occidente.
Hoy los iraníes enfrentan inflación descontrolada, caída del ingreso real, pobreza generalizada e incluso hambre, no por culpa de las sanciones estadounidenses y occidentales, sino por las políticas absurdas de sus gobernantes. Un país que podría ser más rico que cualquier estado petrolero del Golfo está al borde de la quiebra como resultado de la corrupción, la incompetencia y la imprudencia estratégica del régimen.
Además de ser una pesadilla para su propio pueblo, la República Islámica se dedicó durante décadas a financiar grupos terroristas en Oriente Medio y a generar estados fallidos o semifallidos en toda la región: Yemen, Líbano, Siria, Gaza/Palestina e Irak. La estabilización y recuperación de los estados de Oriente Medio que ya han fracasado o están en proceso de hacerlo requiere un cambio de régimen en Irán, y ese cambio lo iniciará el pueblo iraní (no fuerzas externas) en el transcurso del próximo año. Los iraníes se rebelaron contra su régimen no menos de media docena de veces en las últimas décadas, y nunca desaprovecharon una oportunidad de elegir líderes moderados en vez de fanáticos teocráticos.
Por ahora, los mercados financieros apuestan con razón a que lo más probable es que el impacto global de esta última guerra sea mínimo. Los movimientos actuales de los precios del petróleo, de las acciones estadounidenses y mundiales, de los rendimientos de los bonos y de las divisas dan motivos para pensar que un gran shock estanflacionario como resultado de una seria interrupción de la producción y exportación de energía desde el golfo Pérsico es un riesgo de cola y no el escenario base.
La guerra de Yom Kippur (1973) y la revolución islámica iraní (1979) provocaron un enorme encarecimiento del petróleo, que desencadenó las graves estanflaciones de 1974-1975 y 1980-1982. Pero existen muchas razones por las que es probable que esta vez sea diferente: la incidencia de la energía en el consumo y en la producción de las economías importadoras de petróleo es mucho menor que en los setenta; hoy hay grandes productores de petróleo no pertenecientes a la OPEP que antes no existían, entre ellos Estados Unidos. Arabia Saudita y otros países tienen a su disposición grandes reservas y capacidad de producción ociosa.
Y si el petróleo se encarece como resultado de nuevos riesgos creados por la participación de Estados Unidos en esta guerra, hay diversas políticas macroeconómicas y otras herramientas que pueden usarse para reducir el impacto estanflacionario.
Irán con armas nucleares habría sido una amenaza no solo para Israel, sino para todos los regímenes suníes de Oriente Medio, para la vecina Europa y finalmente para Estados Unidos. El canciller alemán Friedrich Merz dijo lo que muchos otros líderes mundiales piensan pero no quieren admitir en público: “Israel está haciendo el trabajo sucio por todos nosotros”. Incluso China y Rusia (aliados de facto de Irán) han respondido con mesura.
Fuerzas radicales han desestabilizado Oriente Medio durante décadas, con efectos colaterales en Europa y Occidente que se manifiestan en la forma de terrorismo, estados fallidos y migraciones a gran escala. Tuvo que ser Israel quien debilitara y luego destruyera a los radicales chiitas y a sus delegados.
Ojalá la caída del régimen iraní genere estabilidad y permita la reconstrucción de la región, con una normalización de relaciones diplomáticas entre Israel y Arabia Saudita. Será posible entonces un nuevo gobierno israelí más abierto a la paz con los palestinos y a una solución de dos estados. Pero para ello es necesario que el lugar de la hidra iraní lo ocupe un régimen racional, ansioso de reincorporarse a la comunidad internacional en lugar de atacarla.
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