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Entre maleantes y bandoleros

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Y ahora debo aguantar las humillaciones de este capataz de ojos azules, respaldadas por una carabina Winchester.

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Y bueno, aquí estoy, dándole a la piedra sin hacer caso a mi madre y a Kamel, que me suplicaron no registrarme como picapedrero en esta cantera, donde el sol despelleja la piel y un capataz gringo, con su mirada azul, vigila cada golpe de mi mazo sobre la roca dura para convertirla en gravilla y en caminos que unirán los pueblos de la provincia Meriño: Guerra, Bayaguana, Monte Plata y Boyá, mediante grandes carreteras. Y todo, para unir el país con ese Haití que ellos invadieron en 1915 y así combatir con facilidad a nuestros gavilleros y a los cacós haitianos que luchan para honrar la memoria de Charlemagne Peralte, el héroe asesinado en Puerto Príncipe por el capitán Hanneken y el teniente Button, gracias a la traición de Conzétal, según me explicó Juanín el Jabao, que dejó medio cuerpo en la cantera al ritmo del mismo ton-ton-ton de mi mandarria sobre estas rocas, que ya convertidas en gravilla se harán pedazos de carretera y de gavilleros y cacós asesinados.

Sí, cada golpe de mi mandarria sobre la roca materializará las órdenes dadas desde Washington para controlar, más allá de la venta de azúcar, nuestros minerales y ríos; y eso lo sé, también, por Juanín el Jabao.

Por eso, ahora me dan ganas de llorar por la sordera de mis oídos, que no escucharon las súplicas de mi madre y Kamel, rogándome que me quedara en Bayaguana esperando tiempos mejores; pero no les hice caso por seguir los latidos de mis genitales, que me señalaban los placeres que ofrecía la vagina de Berenice. Y ahora debo aguantar las humillaciones de este capataz de ojos azules, respaldadas por una carabina Winchester.

— ¡No me dejes! — me rogó mi madre, llorando, mientras preparaba la maleta –. ¡Aquí lo tienes todo! ¡No te vayas, por favor! ¡Recuerda que aún no te dan el diploma de bachiller!

Pero mi decisión ya estaba tomada y no hubo ruego ni llamada que la detuviera. Porque, ¿cómo romper mi decisión, si ésta contaba con el apoyo de Berenice? Y ahora sólo están el sol, las piedras, la mirada azul del capataz, los coches, las mulas, los bueyes y mis sospechas de que Berenice se acuesta con los oficiales gringos del campamento, por dinero.

— ¡Eh!, you, negro, trabajar… trabajar! — me grita el capataz gringo, levantando la Winchester sobre su cabeza, mientras mis pensamientos vuelan hacia la cabaña que comparto con Berenice –. ¡Nosotros pagarte por trabajar, coño!…

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