Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.
La salud mental es un tema del que se habla más que nunca. Lo vemos en redes sociales, en los medios, en nuestras familias. Lo vemos, sobre todo, en nuestros jóvenes. Sin embargo, a menudo nos cuesta entender que alguien esté verdaderamente enfermo cuando no hay un deterioro visible. Nos cuesta aceptar que el cerebro también enferma, que la mente puede romperse, que los genes pueden activarse y dar paso a una patología.
La verdad es que necesitamos ayuda, pero no siempre sabemos cómo solicitarla. Necesitamos atención, pero no cualquier atención: una atención adecuada, digna y sin prejuicios.
A menudo buscamos culpables: “que el sistema no responde”, “que no hay cobertura”, “que no hay dónde ir”. Y aunque es cierto que faltan muchas cosas, también es cierto que sí existen psiquiatras que aceptan seguros médicos, que sí hay medicamentos cubiertos por el Plan Básico, y que sí hay ayuda gratuita en diferentes centros del sistema público de salud.
Entonces, ¿por qué no vamos? ¿Por qué seguimos sufriendo en silencio?
Porque aún pesa el miedo. El “qué dirán”. Porque tememos que nos etiqueten como locos, que nos juzguen, que nos excluyan. Porque, en esta sociedad, tener una condición de salud mental sigue siendo motivo de estigma. Y es injusto.
Buscar ayuda no es debilidad, es un acto de valentía, de amor propio, de supervivencia.
Yo lo viví. Por años, sufrí de ansiedad y depresión sin saberlo. Lo atribuía al estrés, a mi condición autoinmune, a las limitaciones físicas que iba desarrollando. A todo… menos a lo que realmente era.
Hasta que un día supe que algo no estaba bien. Que lo que sentía no era “normal”, aunque me hubiese acostumbrado. Entonces me atreví a pedir ayuda. Busqué a una amiga psicóloga y le supliqué que me escuchara. Fue ética, correcta y valiente. Me refirió a una psiquiatra.
Y así conocí a la Dra. Araujo. Dios la puso en mi camino.
Me habló claro, sin anestesia. Me explicó con firmeza. Me medicó. Me dio herramientas. Me ayudó a entenderme.
Hoy, aunque tengo días difíciles, tengo recursos, tengo contención, tengo conciencia para manejarme.
Pero mi historia es sencilla comparada con otras. Hay personas que no encuentran salida. Que piensan que irse es la única solución. No los juzgo. Solo duele.
Por eso, si conoces a alguien que está atravesando un momento de oscuridad, no le sueltes la mano. No hace falta tener todas las respuestas. Solo estar. Solo acompañar.
Porque sí, necesitamos políticas. Necesitamos cobertura. Necesitamos campañas. Pero, sobre todo, necesitamos humanidad.
Que la ayuda esté cerca. Que sea accesible. Que podamos encontrarla sin miedo.
Hablemos. No estamos solos. Y pedir ayuda, siempre, será un acto de amor.
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