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Réquiem por Agliberto

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Tuve el privilegio de conocerlo en la Cinemateca Nacional a principios de los años ochenta.

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Sin temor a errar, el renombrado director de cine dominicano Agliberto Meléndez es la creación de un artista forjado a fuerza de trabajo, llegando a ser un esteta en la acepción más pura del término.

Tuve el privilegio de conocerlo en la Cinemateca Nacional a principios de los años ochenta. Como cinéfilo empedernido, formado por el profesor Humberto Frías, frecuentaba el cine, y por ello solía ir a esa sala.

Un día, al llegar al lugar, encontré a Meléndez colocando las fotos de un filme en un mural. Las imágenes eran de la película Muerte en Venecia, del famoso director italiano Luchino Visconti, filme que Agliberto me recomendó.

Al Cine Dominicano hay que dividirlo en varias fases, y en una de ellas, la chispa que encendió ese arte fue la película Un Pasaje de Ida, de Meléndez.

Nunca olvidaré la última vez que lo vi y que hablé personalmente con Agliberto, que fue en el año 1989. Él se dirigía a la ciudad de Nueva York a promover su película; yo: empleado de una aerolínea en el aeropuerto Las Américas.

Agliberto puso “toda la carne en el asador” buscando siempre materializar el sueño de una película dominicana. Esa hazaña lo engrandece y lo coloca en el panteón de los grandes, donde solo residen los seres humanos forjados con polvo de estrellas. Los dos festivales de la cultura que él organizó en los años ochenta, fueron el germen del Ministerio de Cultura.

Hoy, Agliberto Meléndez se ha ido al Valhalla, lugar donde solo moran los guerreros de las batallas. Trabajó con valentía, empeño y constancia.

Su grandeza no fenece, sino que se convierte en memoria imperecedera.

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