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Esta artista propone una estética visual que evoca el anime, el Disney clásico y a la vez, se siente profundamente dominicana.
En un pequeño estudio de animación en República Dominicana, liderado por mujeres, se está fraguando una revolución silenciosa. No hay explosiones ni efectos especiales deslumbrantes, pero sí una potencia emocional capaz de resonar con generaciones enteras.
En medio de un país donde la animación todavía no encuentra su espacio consolidado, Roberta Seravalle y su equipo están sembrando flores, literalmente, para combatir el bosque azul de la depresión.
La conocí a través de un cortometraje que compartieron en redes sociales. Me llamó la atención la mezcla de estilos: una estética visual que recuerda al anime, al Disney clásico y a la vez, se siente profundamente dominicana.
Algo que no pretende copiar, sino reinterpretar desde nuestras raíces. Cuando conversamos, descubrí que no se trataba sólo de una estética cuidada, sino de una visión artística y emocional que atraviesa todo lo que hacen.
“Siempre quise contar historias a través de mis piezas”, me dijo Roberta, que viene del mundo de las artes plásticas y la ilustración.
No fue hasta que Altos de Chavón abrió su carrera de animación, formando al primer grupo con un título técnico de tres años, que vio la oportunidad de dar ese salto hacia el movimiento, hacia el cine.
Para ella, la animación es más que una forma de expresión artística: es una herramienta para concientizar, para conectar a padres e hijos a través del lenguaje universal de las emociones.
Y así nace su proyecto más reciente: “Dios se baña cuando llueve”, una historia sin diálogos, contada completamente desde el gesto, la imagen y el color.
Narra la lucha silenciosa de Mara, una joven madre que cada día siembra flores para proteger su hogar de un bosque azul que la rodea.
Ese azul es la depresión, un enemigo silencioso que avanza cuando su hija fallece. Mara deja de ver el fruto de su esfuerzo, pero sigue sembrando.
Al final, esas mismas flores que parecían inútiles son las que la salvan de caer al vacío. Una metáfora luminosa, valiente y poderosa sobre salud mental, duelo y resiliencia.
“Queremos representar el esfuerzo diario que hay que hacer para cuidar la salud mental”, explica Roberta. “Y la importancia de no rendirse, aunque no se vean frutos de inmediato”.
Ella no lo dice con dramatismo, sino con la convicción de alguien que ha vivido lo que está contando. Tal vez por eso Dios se baña cuando llueve no necesita diálogos: habla desde un lugar profundo, honesto y universal.
Cuando le pregunté por qué hacer animación en lugar de cine tradicional, la respuesta fue tan práctica como poética: “Si una historia se puede grabar, se graba. Pero si tiene ese toque mágico que no se puede reproducir en la vida real, entonces se anima”.
Ese “toque mágico” no es solo fantasía: es la posibilidad de representar emociones abstractas, como una flor que crece en medio de un duelo o un bosque azul que invade el alma. La animación, para Roberta, no es solo estética; es necesidad narrativa.
Esa misma necesidad la ha llevado a formar un equipo de más de veinte personas, en su mayoría mujeres, que se turnan entre lo presencial y lo virtual para sacar adelante el cortometraje. Pintoras de fondos, animadoras, artistas de color y compositing trabajan con dedicación y sin prisas, conscientes de que están construyendo algo más grande que un proyecto: una industria.
Porque sí, hablar de industria de animación en República Dominicana aún suena utópico. Pero Roberta tiene claro su objetivo: crear trabajo para artistas visuales, para ilustradores y animadores que, como ella hace diez años, se gradúan sin saber a dónde ir. “Mis opciones eran trabajar en una tienda de ropa o en un restaurante. Y eso no podía ser”, recuerda. Por eso, Dios se baña cuando llueve no solo es un corto: es una carta de presentación, una prueba de capacidad, un manifiesto artístico.
Más allá del sueño industrial está la urgencia emocional, Roberta insiste en que lo que consumimos desde niños moldea quienes somos. Menciona películas como Tarzán, Rapunzel o Inside Out como fundamentales para su formación emocional. No le preocupa si los niños entienden todo en el momento: “Tal vez no lo entienden con seis años, pero cuando lo ven a los diez o a los quince, entienden otras cosas. Y eso los transforma”. Para ella, sembrar flores también es eso: dejar semillas emocionales que germinen con el tiempo.
Esa sensibilidad está presente en todo su discurso, pero también en la manera en que lidera. Cuando le pedí conocer al equipo, descubrí que no solo son talentosas: son una comunidad. Rieron, se escondieron de la cámara, se dejaron ver tímidamente. Todas están trabajando en Dios se baña cuando llueve. Todas están dejando su huella.
Y aunque en el país se han dado pasos importantes con películas como Capitán Avispa o Olivia y las nubes, Roberta sabe que falta mucho por recorrer.
Aun así, cree que los inversionistas del cine dominicano pueden apoyar proyectos de animación, sobre todo si entienden que el arte es universal, que estas historias pueden viajar, conectar y emocionar a audiencias de cualquier edad y cualquier lugar.
Roberta no busca polémica ni provocación. Al contrario: su cine busca regresar a las raíces, a las emociones puras, a los temas que nos formaron cuando éramos niños.
“Quiero volver a contar historias que ayuden a lidiar con emociones fuertes: el duelo, la pérdida, la familia”, dice con claridad.
No le interesa seguir las tendencias actuales ni ser parte del ruido. Le interesa sembrar flores, aunque tarden en florecer.
Y lo está haciendo. Con cada trazo, con cada animación, con cada fondo pintado a mano, su estudio demuestra que se puede contar desde aquí, desde lo local, historias universales. Historias que no necesitan palabras para hablar de lo que más cuesta decir.
“Dios se baña cuando llueve” todavía está en producción. Faltan etapas, colores, luces, sombras. Pero el bosque ya empezó a florecer.
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