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Arde España. Se incendian sus bosques, sus redes y su política. Todos se consumen en una mezcla de desinterés y desesperación. La apatía de quienes deberían actuar, amedrentados por una “pijiprogresía” ecologista que, desde su iPhone, intenta enseñar a cuidar el campo a los que se desviven. Esos que, aterrados, ven el fuego acercarse a sus hogares, destruir sus bosques, prender sus vidas.
Unas vidas que dependen de los de siempre. De aquellos que, desde sus cargos gubernamentales y parlamentarios, dictan el destino de un pueblo al que hace mucho que no comprenden, al que hace mucho que dejaron de prestar atención.
¡Qué importa! El pueblo salva al pueblo. Qué frase más arriesgada. El pueblo no puede salvarse a sí mismo; el pueblo perece con el pueblo. Muere en inundaciones e incendios mientras las élites “tuitean” desde la playa; refugiadas en unas vacaciones que el pueblo no puede permitirse. Lo que sí nos alcanza es el fuego. Que arrasa entre unos y otros, calcinando bosques y sociedad. Dividiendo en rojos y verdes (el azul ha quedado muy desdibujado, muy descafeinado frente al verde brillante de la falsa esperanza).
En la pandemia soñamos con ser mejores. Nos rompimos las manos aplaudiendo a aquellos a quienes olvidamos hasta que el cielo se tiñó de rojo. Arde España, entre la desesperación y la desidia. Entre la ineptitud de un Estado fallido que pasa la responsabilidad de lo central a lo autonómico, mientras unos y otros siguen en sus tumbonas playeras. Sufriendo calor en la playa mientras el pueblo observa con ojos llorosos, secas las lágrimas por el calor del fuego, cómo su vida se desvanece entre las brasas incandescentes de fuegos causados. Causados por la acción y la inacción humana.
Si el pueblo se salva a sí mismo, el bosque se salva a sí mismo. El trabajo y la actividad en los montes durante el invierno apagan los fuegos del invierno, pero un ecologismo radical malinterpretado y la despoblación de nuestros pueblos han sido la mecha necesaria para encender los fuegos que enlutecen nuestros bosques.
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