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Bartimeo, el ciego, hijo de Timeo, estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que era Jesús, empezó a gritar: ¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí! Marcos 10:46-47
No podemos llevar una vida espiritual tibia ni complaciente. En el Reino de Dios se requiere determinación, fervor y una fe que no dude en romper las normas para alcanzar lo sobrenatural. El ciego Bartimeo no esperó una invitación ni se dejó amedrentar por el rechazo: cuando supo que Jesús estaba cerca, alzó su voz con fuerza. Aunque muchos le pedían que se callara, él gritaba con más intensidad, porque sabía que esa era su oportunidad y solo Jesús podía hacer el milagro.
Bartimeo no se dejó paralizar por lo que dirían los demás ni por los obstáculos. Su fe lo impulsó a romper el silencio, llamando la atención de Jesús. Y fue esa audacia la que provocó el milagro.
Su atrevimiento nos desafía a dejar atrás la pasividad, la vergüenza y el miedo al qué dirán. Hay momentos en los que debemos ignorar la voz de la multitud para escuchar la voz del Maestro. Si vivimos para complacer a los demás, nunca haremos lo necesario para obtener la intervención divina.
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