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Nueva York, 18 de septiembre de 1960. Fidel arribó a la gran ciudad para asistir al XV Período de Sesiones de la Asamblea General de la ONU.
Ante la antipatía del imperio, aquella visita, por múltiples motivos, dejaría una profunda huella en la población estadounidense y entre los presentes en el cónclave.
Desde su arribo, fue recibido por legiones de gente. Según los medios, una procesión de automóviles y veinte ómnibus que recorrían más de 17 cuadras acompañó al primer ministro cubano y su comitiva hasta el hotel Shelborne, donde tenían previsto alojarse.
El gobierno yanqui empezó a tenderle trampas al comandante en jefe y a sus acompañantes, sin prever que lograrían salir airosos de la forma más inesperada. Al día siguiente, Fidel recibió el aviso de que debía desocupar el inmueble; la afrenta la protestó ante el entonces secretario general de la ONU, advirtiéndole que, de no hallarse alojamiento, él y su delegación acamparían en los jardines de la propia organización.
Se imagina la alarma del funcionario ante tal posibilidad y se puso a buscar dónde ubicar a los cubanos. Mientras tanto, Raúl Roa, integrante de la delegación antillana, negociaba con el dueño del Hotel Theresa de Harlem, quien ofreció habitaciones gratuitas a los representantes de Cuba.
Al representante de la ONU le pareció que no se trataba de un hotel de gran categoría, pero Fidel y sus acompañantes aceptaron gustosamente hospedarse en el barrio más modesto de la ciudad, donde fueron recibidos con vítores y la presencia de dirigentes de organizaciones negras que les expresaron su orgullo por tenerlos entre ellos.
Allí se reunieron con el primer ministro cubano, entre otros, Malcolm X; con el presidente de la República Árabe Unida, Gamal Abdel Nasser; con el primer ministro de la India, Jawaharlal Nehru; y con Nikita Khrushchev. Al iniciar las sesiones, el primer ministro de Ghana, Kwame Nkrumah, también les saludó.
Malcolm X manifestó: «Mientras el Tío Sam esté contra ti, sabes que eres un hombre bueno». Ante la pregunta de un periodista sobre si Fidel era comunista, Khrushchev respondió: «No sé si Fidel es comunista, pero yo soy fidelista».
Frente al desprecio de la administración de Eisenhower al excluir a Cuba del almuerzo de los representantes latinoamericanos en el lujoso Waldorf Astoria, Fidel y su delegación almorzaron en el Hotel Theresa junto a los empleados y su propietario.
Aún quedaba para el presidente de la Casa Blanca un motivo de mayor disgusto: en la ONU, Fidel pronunció un discurso contundente y valiente que se extendió más de cuatro horas, algo sin precedentes en ese foro internacional. Su presencia generó tal expectación que, según los reportes de la época, se formó una aglomeración inusual en la sala, con más de ochocientos delegados de noventa y seis naciones, incluidos quince jefes de Estado y veintisiete ministros de Relaciones Exteriores.
De esa intervención surgió la célebre frase: «¡Desaparezca la filosofía del despojo y desaparecerá la filosofía de la guerra!», junto a innumerables planteamientos y análisis que siguen manteniendo plena vigencia.
Fidel fue interrumpido una docena de veces por aplausos cerrados, dos veces por la Presidencia, y sus palabras finales recibieron una ovación recia.
Fue una lección inolvidable de la fuerza de ideas justas del Tercer Mundo y de los problemas más acuciantes de la humanidad expuestos por un joven líder de 34 años que impactó a los representantes presentes.
El regreso a la patria tuvo que realizarse en un cuatrimotor cedido por el gobierno soviético, pues el Britannia con el que la delegación había viajado a Nueva York fue embargado por las autoridades norteamericanas.
Sin embargo, el comandante en jefe tendría la oportunidad, el mismo día de su llegada, de dar otra lección al arrogante vecino del Norte. Ese 28 de septiembre, mientras dialogaba con el pueblo desde la terraza norte del Palacio Presidencial, se escucharon petardos destinados a amedrentar a la multitud. Era otra de las tantas maniobras del imperio ejecutadas por sus servidores asalariados para desestabilizar a la Revolución. Ante ello, Fidel anunció la creación de un sistema de vigilancia colectiva. Nacía así una nueva arma para combatir a los lacayos del imperio: los Comités de Defensa de la Revolución.
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