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India y EE. UU. aparecen como los principales beneficiarios de la revuelta callejera envuelta en lemas anticorrupción
La revolución a pie de calle en Nepal ya tiene en los despachos un ganador evidente, India, y un perdedor aún más claro, China. Por su parte, la embajada estadounidense, la tercera más influyente en Katmandú, declara estar satisfecha con el vuelco político de la semana pasada, aunque confía en que será mayor tras las elecciones previstas dentro de seis meses.
Nepal, tradicional patio trasero de India, empezó a buscar la cercanía de China desde la instauración de la república en 2008, con el fin de ampliar su margen de maniobra. La semana pasada, cuando parecía que la influencia de Pekín había alcanzado su punto máximo, todas las instituciones nepalíes fueron incendiadas, reduciendo a cenizas los acuerdos firmados recientemente por el dimisionario primer ministro KP Sharma Oli en sus visitas a Pekín de diciembre pasado y de este mismo mes, así como los más antiguos del exlíder Pushpa Kamal Dahal “Prachanda”, quien en 2017 integró a Nepal en las Nuevas Rutas de la Seda. Las residencias de ambos también fueron consumidas por el fuego.
En los escombros quedan, por ahora, tres fuerzas: dos de extrema izquierda (rimbombantemente llamadas “maoístas” y “marxista‑leninistas”) y una de centro‑izquierda (Partido del Congreso) que, durante diecisiete años, se habían alternado en el poder bajo distintas coaliciones. Su base social es real, entre las clases populares —y, en el caso del Congreso, entre muchos brahmanes—, y no deben considerarse extinguida, aunque se imponga la renovación generacional. En un país donde la edad media es de 27 años, no mandan los padres del nepalí medio, sino sus abuelos.
India, que no pilotó los acontecimientos de la semana pasada (otra cosa son las concentraciones monárquicas de marzo o abril), se ha convertido, de forma indirecta, en la gran ganadora del terremoto político. No solo porque el gobierno legítimo no soportó el embate, sino también porque el cambio de régimen que algunos esperaban no se materializó.
Sin embargo, el gobierno indio es también el que observa con mayor aprensión lo sucedido —con ecos de revueltas incendiarias como las vividas antes en Sri Lanka y Bangladesh o simultáneamente en Indonesia— por miedo a ser el próximo.
Desde el fin de semana, en cualquier caso, Nueva Delhi puede respirar más tranquila, tras anotarse un punto en su larga partida de Mahjong con China por el predominio en la república del Himalaya. La primera ministra interina, Sushila Karki, pertenece a la élite administrativa nepalí que aún se formó en India. Pero, sobre todo, al menos dos de los tres ministros interinos que ha designado para gobernar Nepal hasta las elecciones están alineados con los intereses indios (el tercero, vinculado a instituciones financieras internacionales, ya ha anunciado recortes en proyectos de infraestructura por 500 millones de dólares, ante la magnitud de los desperfectos).
Entre el martes y el jueves pasado se gestó un cambio de régimen, pero este fue finalmente revaluado y reconducido. Primero, la manifestación estudiantil anticorrupción había sido capturada por el partido de un dirigente encarcelado por corrupción —al que liberaron— y por un partido monárquico no menos incendiario. Después, cuando todas las instituciones habían sido arrasadas y sus representantes puestos a la fuga, el jefe del ejército, general Ashok Raj Sigdel, apareció como el salvador providencial, mostrando una gran empatía hacia los mismos partidos que habían sacudido los cimientos del Estado y acorralado a sus representantes electos.
Pekín mantenía una excelente relación con el dimisionario primer ministro del Partido Comunista de Nepal (UML), Marxista‑Leninista Unificado. El veterano KP Sharma Oli no solo estuvo hace quince días en la cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghái, en Tianjin —donde se reunió con los presidentes Xi Jinping y Vladimir Putin, a quien invitó a Katmandú— sino que también asistió al desfile militar en Pekín.
Seis días después se vio obligado a dimitir a causa del mortífero aplastamiento de un movimiento que se decía inspirado por las protestas anticorrupción en Indonesia —también sangrientas— que impidieron que el presidente y ex‑general Prabowo Subianto asistiera a Tianjin (aunque sí a Pekín).
El director ejecutivo del Centro de Estudios de Nepal y Asia del Sur (CNAS), Mrigendra Bahadur Karki, culpa al “aventurismo geopolítico” de Oli por lo ocurrido. Cita explícitamente su participación en el desfile de Xi Jinping y su invitación a Putin. Nepal, por cierto, es el país que cuenta con más mercenarios luchando al lado de Rusia en Ucrania.
Ese oscuro objeto de deseo en el Himalaya que es Nepal ha trazado su ruta para los próximos meses y tal vez años. Más allá de los 19 muertos en la manifestación del lunes, el balance final de la ola de represión y violencia política asciende a 72 fallecidos, entre ellos tres policías, nueve internos y 21 personas que murieron quemadas o asfixiadas, la mayoría el martes pasado. En todo el país, 284 personas siguen hospitalizadas, una veintena de ellas en la UCI. Los hoteles o colegios privados incendiados no ardieron al azar, sino por sus vínculos con la élite política de izquierdas o con los empresarios que la financian.
Los acontecimientos de Nepal no sorprenden por completo a India. Ahora se ha sabido que el ministro del Interior y mano derecha de Narendra Modi, Amit Shah, encargó en julio, tras una reunión con los servicios de inteligencia, un informe “sobre todas las revueltas desde 1974, su financiación y objetivos”.
El gobierno de Nueva Delhi lleva cicatrices desde la revuelta de Bangladesh, en la que los universitarios islamistas actuaron como arietes, desalojando hace dos años a la gran aliada de India, Sheikh Hasina. El comentarista político de la derecha india más popular en inglés, Arnab Goswami, repite incansablemente que lo sucedido en Nepal es “un complot de la CIA”, mientras que el más seguido en hindi, Sudhir Chaudhary, se limita a denunciar “una mano extranjera”. Algunos en India han visto al lobo con las orejas al descubierto.
Sin embargo, es cierto que, quizás por el viejo dicho de que “un clavo saca otro clavo”, tras el descalabro de Bangladesh, India lleva más de seis meses intentando deshacerse en otro terreno. En Nepal, nunca se había visto tanta gente manifestándose a favor de la monarquía, desde el derrocamiento del rey Gyanendra en 2008. La nostalgia por el último reino hindú excita a la base electoral religiosa y nacionalista de Narendra Modi. En Nepal, no en vano, la proporción de hindúes es incluso mayor que en India.
Pero el impopular Gyanendra nunca será un estandarte de enganche para una proporción significativa de la población, como demuestran los pobres resultados de los partidos monárquicos. El único representado en el Parlamento disuelto a la fuerza —previa combustión— con siete diputados es el Rastriya Prajatantra Party (RPP), que en 2022 obtuvo un escuálido 5,58 % de los votos, aunque sigue siendo su mejor desempeño histórico.
Sea como sea, la relación entre India y Nepal es especial, gobierne quien gobierne. La cotización de la rupia nepalí está atada a la rupia india (1,60 × 1) y los billetes indios, hasta cien rupias, son de curso legal en Nepal. A ello se suma el tratado especial que permite a los ciudadanos de ambos países trabajar en cualquier punto de la frontera con los mismos derechos que un nacional. En la práctica, implica que millones de nepalíes laboran o han laborado en India. Aunque quien puede permitírselo prefiere trabajar en la península arábiga, por salarios mucho más jugosos.
Por todo ello, los corresponsales indios en Nepal se han sorprendido por la hostilidad con la que se han encontrado. Aunque casi todo el mundo comprende el hindi, muchos no quieren ni escucharlo, mucho menos hablarlo.
En el lado chino, el Himalaya es una muralla, pero no impenetrable. La torpeza de Modi facilitó la arrolladora victoria de la candidatura unitaria comunista, con Oli a la cabeza, en 2017, alcanzando dos tercios de los escaños. Los dos grandes partidos comunistas, el de Oli y el de Prachanda, se fusionaron en el Partido Comunista de Nepal un año después. Pronto reaparecieron las rencillas y, mientras la India de Modi hacía todo lo posible por avivarlas, la embajadora china intentaba apagar el fuego. Al final se impuso la ruptura, irreversible desde que el Tribunal Supremo declaró ilegal la fusión comunista.
La combinación de partidos marxistas y maoístas tendría consecuencias en la relación con China y las Nuevas Rutas de la Seda fueron el detonante. Tras una década de olvido indio y unos meses de bloqueo muy doloroso para Nepal —que importa a través de puertos indios todo su combustible, entre otras cosas—, en cualquier caso aumentó la determinación de Nepal de que esquivar el chantaje no era una opción sino una necesidad para mantener su independencia.
En cualquier caso, India sigue siendo el principal socio comercial, con un saldo muy positivo para India. Pero China se ha acercado a India como principal inversor. Asimismo, el aeropuerto de Katmandú recibe tantos turistas chinos como indios. China además se adjudicó la construcción del aeropuerto de Pokhara. El primer vuelo comercial, desafortunadamente, se estrelló al aterrizar, dejando decenas de muertos. Muy mala fama en un país tremendamente supersticioso. China, por su parte, obtuvo numerosos proyectos en Lumbini, zona de interés budista, en detrimento de India.
Como se verá, la coordinación nepalí con Pekín en lo relativo a la inmigración irregular de ciudadanos chinos —en su inmensa mayoría tibetanos— ha tensado las relaciones con India y EE. UU., defensores del Dalái Lama (que ya ha expresado su fe).
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