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Nuestro objetivo (el de mi hijo Alexis y el mío) es probar los célebres pasteles envueltos en hoja de Amable (nos dirigimos a los de yuca). La entrada a la provincia de San Pedro de Macorís está señalizada con un monumento blanco, mientras que la llegada a la ciudad se reconoce por el llamativo Monumento de la Cultura, una estructura metálica ideada por el arquitecto José Ignacio Morales. En su base se exhibe una representación de los íconos de la provincia: beisbolista, cortador de caña, guloya, locomotora, cangrejo… En el recorrido, al costado derecho, a pocos pasos del estuario del río Higüamo, se encuentra la calle La Barca, zona de pescaderías. Ocultos entre ellas, a la ribera, hay restaurantes que, de no conocerse, pasarían inadvertidos para quien visita San Pedro por primera vez.
En esta travesía hacia el malecón, en la “Ciudad de los bellos atardeceres”, cruzamos frente al blanco e imponente edificio de la Catedral de San Pedro Apóstol, cuya obra comenzó en 1902, se interrumpió en varias ocasiones y se finalizó en 1950.
¡Y ya estamos en el malecón! “Renovado por el Ministerio de Turismo, con módulos de cemento en sustitución de los viejos tarantines; fíjate que cada uno lleva un número y un nombre”, comenta Alexis, señalando hacia la izquierda.
A la hora hay solo un pequeño grupo bajo la sombra de un árbol. Muy cerca están los coqueros con sus bicicletas cargadas de cocos y potes de ron sobre la acera. De fondo, el mar refleja hoy el tono gris de las nubes. A lo lejos se distingue un barco y, sobre la arena, un área donde reposan juntas varias yolas.
En este entorno, resulta sorprendente el aspecto deteriorado del edificio que albergó al emblemático hotel Macorix. Llegamos a la plazoleta, al final de la avenida, donde giramos. En su centro se alza la estatua del poeta petromacorisano Gastón F. Deligne, sin placa identificativa.
Al comienzo del malecón hay un monumento que desconocíamos. Según la página del Ministerio de Relaciones Exteriores, se trata de una obra en honor a los guloyas y el poema grabado en una plancha de acero oxidado proviene de Norberto James Rawling, petromacorisano y descendiente de cocolos.
“Son varios muros de concreto armado con la función de rompeolas, símbolo de todas las dificultades que afrontaron los inmigrantes de las Antillas. El pulido imita su contacto con el mar”. Al doblar para dirigirnos a los Pasteles Amable, un gran letrero capta mi mirada: Barrio Playa de Muerto. Difícil comprender que una playa tenga tan lúgubre nombre; parece una cuestión de leyenda.
Al regresar a Santo Domingo, después de saciar el antojo de pasteles en hoja de yuca, nos detenemos en la autopista junto a la dulcería Mayi para probar un delicioso dulce de naranja en almíbar. Lo incómodo es que, al poco tiempo, me veo rodeada de abejas y, como llevo puesto un kaftán, temo que alguna pueda entrar entre la falda.
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