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Nativos digitales, credulidad ciega en internet y carencia de análisis

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Sin embargo, sólo el 28 % de las instituciones afirman contar con una política formal sobre el uso de la IA.

Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.

Miami. — En las aulas y bibliotecas universitarias de hoy en Estados Unidos — y en gran parte del entorno digital — se repite la misma escena: los estudiantes abren una pestaña con el LMS, otra con Google o un chatbot y, sobre ese trípode virtual, desarrollan una tarea, una reseña o el esbozo de una investigación para la escuela o la universidad.

La universidad estadounidense de la segunda y tercera década del siglo XXI está viviendo una transformación profunda: la inteligencia artificial y las herramientas digitales ya no son accesorios, sino el motor invisible de gran parte del trabajo académico. Plataformas como ChatGPT, Copilot o buscadores académicos asistidos por IA se han incorporado a la rutina estudiantil para redactar, resumir, traducir, localizar fuentes e incluso generar hipótesis de investigación. Esto ha multiplicado la velocidad y el alcance de lo que pueden producir, pero también ha despertado un debate incómodo: ¿están ganando eficiencia a costa de perder autonomía intelectual?

«La dependencia intelectual de hoy no es sólo tecnológica; es cultural y, por supuesto, un hábito generacional», explica a EL UNIVERSAL la socióloga Cecilia Castañeda. En la jerarquía de soluciones, «las personas que pueden orientar, asesorar y las bibliotecas y hemerotecas han quedado relegadas a recursos exóticos», afirma la especialista, «mientras que la era digital, a un clic de distancia, funciona como primer y a veces único filtro de la realidad».

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En la educación superior, la adopción ya es masiva y sostenida. Según Time for Class 2025, el 42 % de los estudiantes universitarios usan herramientas de IA generativa al menos una vez a la semana, y la mayoría de forma diaria, frente al 40 % de administradores y al 30 % de docentes. Sin embargo, sólo el 28 % de las instituciones afirman contar con una política formal sobre el uso de la IA. Además, cuando necesitan apoyo académico, el 84 % de los alumnos acuden a personas (asesores y profesores) y sólo el 17 % a herramientas de IA para explicar conceptos.

En paralelo, una encuesta nacional de Inside Higher Ed, en la sección Student Voice del 29 de agosto de 2025, reveló que el 85 % del estudiantado declara haber utilizado IA para sus trabajos de curso en el último año, sobre todo para generar ideas, preguntar como a un tutor y prepararse para exámenes, lo que confirma que la práctica va por delante de la regulación y que el «copiloto» tecnológico convive y compite con las redes humanas de apoyo en cada campus estadounidense.

El desplazamiento no comenzó con los chatbots actuales. Desde hace más de una década, los estudios de Project Information Literacy mostraron un patrón persistente: «Los estudiantes de todo el mundo recurrían a los motores de búsqueda y a sitios públicos de internet como Google y Wikipedia… más que a los recursos de la biblioteca del campus». Ese hallazgo, que en su momento parecía una simple preferencia por la comodidad, se consolidó como una ética de trabajo; comenzar por el algoritmo, aceptar su ordenamiento del mundo y sólo después, si el tiempo y el interés lo permiten, corroborar lo encontrado. Esa inversión del método es la grieta por la que se escapa el oficio de investigar.

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Los resultados son evidentes cuando se evalúa la capacidad de juicio. El equipo del Stanford History Education Group (SHEG) ha documentado durante años que los jóvenes «nativos digitales» fallan al evaluar credibilidad, detectar sesgos y verificar afirmaciones. Su propuesta, inspirada en la labor de los verificadores de datos, plantea un enfoque que rompe con la forma tradicional de enseñar; para comprender bien una página web, lo mejor es salir de ella, buscar información en otras fuentes, observar el contexto y volver. Esta forma de «lectura lateral» ayuda a no quedarse solo con la primera respuesta que brinda un buscador o una IA y a desarrollar un pensamiento más crítico; al tiempo de verificar.

«Tratar el conocimiento como un servicio a domicilio; es decir, pides, te lo entregan, lo calificas y pasas a otra cosa, no solo empobrece lo que hace cada estudiante digital, también le resta atención y capacidad para concentrarse y seguir buscando y valorando», señala Castañeda. La última edición de PISA mostró que el 59 % de los estudiantes reportan distracciones por los dispositivos digitales de sus compañeros en clase y que quienes se distraen con sus celulares o laptops tienden a obtener puntuaciones notablemente más bajas. Pero incluso donde existen prohibiciones, cerca de un tercio reconoce seguir usando el teléfono con frecuencia.

De acuerdo con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE, organismo intergubernamental con sede en París que agrupa a países como Estados Unidos, México, España, Francia, Alemania, Japón, Chile y Colombia, entre otros, para comparar políticas públicas, fijar estándares y recomendar mejores prácticas en temas económicos y sociales), las escuelas intentan construir el hábito de la concentración, pero la interfaz de la distracción digital compite por fragmentos de tiempo cada vez más escasos. En el extremo, sus investigaciones sugieren que fragmentar la atención a lo largo del día vuelve a los estudiantes más vulnerables a aceptar respuestas plausibles sin la fatiga y la recompensa de corroborarlas.

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Quienes defienden el uso del «copiloto» argumentan que, si se emplea correctamente, una IA puede guiar, explicar, detectar errores y ayudar a pensar mejor sobre cómo aprendemos; pero la evidencia experimental obliga a matizar el entusiasmo. Un estudio de la Universidad de Pennsylvania con casi mil estudiantes de bachillerato encontró que quienes usaron ChatGPT para practicar matemáticas resolvieron 48 % más ejercicios y, sin embargo, obtuvieron 17 % menos en el examen posterior. The Hechinger Report subraya que aprendieron a «acertar» en la práctica, pero no a transferir el razonamiento. El hallazgo no invalida la herramienta; basta recordar que sin diseño pedagógico y supervisión humana la máquina optimiza el rendimiento aparente, no la comprensión.

Los estudiantes afirman que muchos están usando la IA como muleta rápida y, al final, sienten que «solo aprendemos a copiar y pegar»; cuando una alumna de último año en California fue detectada usando ChatGPT en un ejercicio menor, lo admitió con ironía: «Ni la IA puede salvarme»; y ese contraste cuenta la historia: primero la tentación del atajo y la respuesta inmediata y luego el golpe de realidad que, sin criterio propio, ninguna herramienta supera.

En la educación básica de Estados Unidos, desde kínder hasta último año de preparatoria, un estudio de la organización RAND, basado en encuestas a distritos escolares, reveló que a finales de 2023 apenas el 5 % de los distritos contaban con políticas específicas sobre el uso estudiantil de IA; a mediados de 2024, casi la mitad decía haber ofrecido alguna capacitación docente, señal de un cambio, aunque todavía incipiente. En la educación superior, Tyton Partners registra que sólo el 28 % de las universidades tienen políticas formales; muchas siguen en proceso. La escuela y la universidad, que ordenan el trabajo intelectual por excelencia, están intentando escribir el reglamento con el «partido ya en juego».

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Las bibliotecas también han sido reconfiguradas por la economía de la atención y del acceso; en muchas universidades la biblioteca ya no se usa primero para descubrir o dar seguimiento a la información con ayuda de un bibliotecario, sino como la oficina que compra y administra suscripciones a bases de datos y revistas. Las encuestas de Ithaka S+R muestran que el profesorado valora al bibliotecario sobre todo como gestor/comprador de recursos (licencias, paquetes, plataformas) y menos como guía de búsqueda. Por eso, en la práctica, los estudiantes suelen iniciar en Google antes que acudir al bibliotecario. Si la biblioteca se percibe sobre todo como una billetera, el estudiante realizará su búsqueda en Google, en Copilot o en cualquier IA, y solo recurrirá al acervo cuando necesite el PDF. El resultado es un círculo vicioso en el que la búsqueda se externaliza y la verificación se pospone.

Pew Research Center midió la navegación real y observó que la probabilidad de que hagan clic en las fuentes se reduce a menos de la mitad y casi nadie las abre; «si no se revisan las fuentes, no hay contraste y sin contraste no hay verificación». Para un estudiante eso significa quedarse con una respuesta lista para usar, pero sin contexto ni comprobación; convirtiendo la investigación en un recurso muy vulnerable, subraya la socióloga.

El reto es para las instituciones que aún no logran cerrar la brecha entre la cultura de investigación y la cultura de plataformas. Según una medición de Pew en 2025, el 84 % prefiere el apoyo de sus compañeros y docentes a las herramientas digitales, aunque muchos usen IA a diario. La contradicción se explica porque, según académicos, los alumnos acuden a personas que saben, asesores, profesores; pero cuando aprieta el reloj, eligen velocidad y es entonces cuando entra en acción la búsqueda digital a ciegas.

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El Departamento de Educación de Estados Unidos señala que «la inteligencia artificial en la educación solo puede avanzar tan rápido como crezca la confianza». Por eso recomienda que siempre haya personas supervisando su uso, para mantener el control, el criterio y la responsabilidad. Lo importante, según afirman, es crear experiencias donde la IA no reemplace lo esencial del aprendizaje, como formular buenas preguntas, comparar información y construir conocimiento propio.

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