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Un cuarto propio

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Muchos años después leí *Una habitación propia*, de Virginia Woolf, y su famosa frase: “Una mujer necesita dinero y una habitación propia para poder escribir”.

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Siempre guardo en la memoria los recuerdos de una amiga de la juventud y de mi querida esposa que, en diferentes momentos de sus vidas, viviendo fuera de sus hogares—en pensiones, casas de familiares o en su propio domicilio—concordaban al decirme: “Lo esencial es que tu casa y tu habitación estén limpias, ordenadas, aisladas y en paz”.

Muchos años después leí *Una habitación propia*, de Virginia Woolf, y su famosa frase: “Una mujer necesita dinero y una habitación propia para poder escribir”. Ese llamamiento fue radical en su tiempo, alzando la voz por la independencia y la defensa de la privacidad y los derechos de la mujer, sea escritora o no; y hoy sigue resonando con fuerza entre cientos de millones de mujeres que luchan por conquistar el derecho a una vida propia.

Según la escritora británica, “la libertad intelectual depende de cosas materiales. Y las mujeres siempre han sido pobres, no solo durante doscientos años, sino desde el origen de los tiempos. Las mujeres han gozado de menos libertad intelectual que los hijos de los esclavos atenienses”.

Para Woolf, un cuarto propio no es solo una necesidad física, sino, sobre todo, un símbolo: la habitación propia constituye un espacio para la mujer donde pueda desarrollarse libremente, tanto en lo personal como en lo intelectual. Ese espacio vital es la base para que se efectiven los derechos de la mujer, tradicionalmente negados por el hombre y por sus instituciones políticas, jurídicas y sociales.

Sin embargo, el derecho a vivir nuestra vida como deseemos no es exclusivo de las mujeres, que han peleado durante siglos por su autonomía; es una prerrogativa cuya conquista ha sido buscada con ahínco por todas las personas, sin distinción de sexo u orientación sexual. Como afirmaba Hermann Hesse, “existe una quietud y un santuario dentro de ti al que puedes acudir en cualquier momento y ser tú mismo”.

Ese santuario es la casa. “Para un hombre, su casa es su castillo”, decía el jurista inglés Edward Coke a finales del siglo XVI. Con esas palabras se plasmó el derecho a la inviolabilidad del domicilio, la privacidad que años después reconocerían los jueces supremos estadounidenses, prohibiendo que los representantes del monarca o del poder ejecutivo ingresaran al hogar sin una causa legalmente justificada y contra la voluntad del propietario.

No se trata de retirarse como Henry David Thoreau para vivir dos años, dos meses y dos días en una cabaña en el campo, alejados de la civilización y la humanidad. No. En realidad, el derecho al “to be let alone” es la capacidad no solo de estar solos, sino de, aun acompañados, poder ejercer la hospitalidad, que no es otra cosa que “el arte de mantenernos a la mayor distancia posible” de los demás. Tampoco es necesario vivir como los dos hermanos del cuento de Julio Cortázar, *Casa tomada*, temerosos de invasores que los obligan a abandonar su domicilio.

El problema de la política de los espacios en nuestros tiempos y sociedades, marcadas por la pobreza estructural, no es sólo disponer de una vivienda propia, sino contar con casas tituladas legalmente, con acceso a los servicios básicos y en condiciones dignas, para poder desarrollar libremente nuestros proyectos de vida.

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