Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.
En mi trayectoria trabajando con salud emocional, he constatado que el organismo actúa como espejo de lo que sentimos y reprimimos.
Hoy la ciencia avala lo que la sabiduría popular siempre intuía: los sentimientos influyen de manera directa en nuestra salud física. El dolor de cabeza, por ejemplo, suele asociarse al estrés y a la autoexigencia.
El sistema nervioso y el hígado se ven comprometidos cuando vivimos bajo presión constante. En lo que respecta al estómago, la ansiedad y los temores alteran la secreción de ácido y hormonas digestivas, provocando gastritis o molestias crónicas. La columna también se comunica: la zona lumbar refleja temores económicos y la zona superior, el peso de las responsabilidades.
El corazón, según investigaciones médicas, responde a la supresión de la ira o a la falta de expresión afectiva, factores que aumentan el riesgo de hipertensión y enfermedades coronarias.
La diabetes se enlaza con la dificultad de manejar el estrés y con la tristeza prolongada, que incide directamente en el metabolismo.
El asma y otros trastornos respiratorios tienden a agravarse en personas que experimentan opresión emocional o que han sufrido pérdidas significativas.
Las migrañas se relacionan con la culpa y el perfeccionismo, y el colon irritable con la resistencia a soltar y a adaptarse a los cambios, lo que se traduce en un intestino hiperreactivo.
Incluso la piel, nuestro órgano más visible, reacciona a la ausencia de límites y a la sensibilidad emocional: de ahí surgen alergias o psoriasis.
Cada síntoma es más que un malestar: es un mensaje. Entender la conexión entre mente, emoción y cuerpo no reemplaza la medicina, pero sí abre la puerta a un abordaje integral.
Porque cuando atendemos también la dimensión emocional, la sanación se vuelve más completa y duradera.
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