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El arte de sustraer belleza: siete películas que precedieron el hurto del Louvre en París

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El Secreto de Thomas Crown (1999)

Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.

Topkapi (1964), El Secreto de Thomas Crown (1999), La Emboscada (1999), The Score (2001), Vinci (2004), El Escándalo de Insadong (2009) y The Mastermind (2025)

El asalto al Louvre no solo sacudió los cimientos de seguridad del museo más célebre del planeta, sino que también despertó una fascinación ancestral: la del delito elevado a la categoría de arte.

Aquí no hablamos de mero vandalismo ni de avaricia, sino de esa pulsión estética que la pantalla grande ha inmortalizado a lo largo de décadas: el anhelo de alcanzar lo sublime, de rozar lo inalcanzable.

Los “ladrone” fílmicos no sustraen objetos por dinero, sino por el significado que encierran. En sus manos, cada hurto se convierte en una *performance* de interpretación.

Las cámaras de vigilancia y las vitrinas de alta seguridad jamás han sido barreras infranqueables para la imaginación. Lo que verdaderamente nos seduce no es el botín, sino la liturgia que lo envuelve.

Cuando los cacos irrumpen en el Louvre, o su alter ego en celuloide, lo que ejecutan es una precisa coreografía: un ejercicio de exactitud, agudeza y belleza que desafía tanto al poder como al concepto de propiedad.

Esta dualidad – entre el arte como emblema y la sustracción como acto de creación – ha nutrido algunas de las narrativas cinematográficas más refinadas del género, tales como Topkapi (1964), El Secreto de Thomas Crown (1999), La Emboscada (1999), The Score (2001), Vinci (2004), El Escándalo de Insadong (2009) y The Mastermind (2025).

1. El Secreto de Thomas Crown (1999)

En esta joya de la elegancia fílmica, un millonario hastiado decide apoderarse de un Monet simplemente para experimentar una emoción. No hay carencia ni resentimiento de por medio, solo la satisfacción intelectual. El filme transforma la substracción en un cortejo sutil entre el protagonista y la detective que lo sigue de cerca. El entorno museístico se convierte en un tablero de seducción y estrategia, un reflejo de la obsesión moderna por poseer la belleza. Lo que finalmente sustrae Thomas Crown no es la pieza de arte, sino el privilegio de observarla sin mediaciones.

2. Topkapi (1964)

Décadas atrás, Jules Dassin ya había capturado la esencia de que un gran golpe podía ser una ópera de precisión. En esta crónica situada en Estambul, un equipo de malhechores se propone robar una daga adornada con gemas del Palacio de Topkapi.

La secuencia del asalto – sin diálogo alguno, apenas cuerpos descendiendo desde el techo – es un manual de pureza cinematográfica. Ni un grito, ni un apresuramiento: el hurto se lleva a cabo con la calma de un paso de baile.

3. La Emboscada (1999)

La línea divisoria entre el código moral y la atracción se esfuma cuando una agente encubierta cae bajo el encanto del criminal que le ha sido asignado.

Aquí, el robo de obras de arte simboliza una relación predestinada al fracaso: el impulso de burlar las normativas y volverse cómplice de la transgresión.

Visualmente deslumbrante, la cinta mezcla arquitectura de vanguardia, sensualidad palpable y sistemas de seguridad que parecen diseñados por escultores. Es el cine de robos convertido en un *ballet* de luces de neón y reflejos.

4. The Score (2001)

En este *thriller* de naturaleza cerebral, un ladrón de larga trayectoria (Robert De Niro) acepta un último encargo: hurtar una reliquia de valor incalculable en un museo de Montreal antes de su retiro. La trama se centra más en la sucesión generacional que en el valor del tesoro.

El novato y el maestro representan dos caras del delito: la destreza artesanal frente a la soberbia de la juventud. El museo, con sus luces tenues y su silencio casi sagrado, funge como un confesionario. Cada movimiento dentro de sus paredes posee un matiz de plegaria.

5. El Escándalo de Insadong (2009)

Desde Corea del Sur nos llega una visión más contemporánea y, quizás, más desencantada del mito. Aquí, el engaño no es un robo físico, sino parte del procedimiento de restauración de una pintura supuestamente perdida. Lo que se manipula no es la obra material, sino su relato histórico.

En una era donde la autenticidad es un bien transable, esta película sitúa la trampa justo en el punto más delicado: la frontera entre la creación artística y el mero negocio. El ladrón ya no necesita antifaces; le basta con una galería y un contrato.

6. Vinci (2004)

En esta comedia polaca, un grupo de estafadores urde un plan para apoderarse de una obra de Leonardo da Vinci, pero el atraco se complica al enredarse en una espiral de falsificaciones y lealtades inestables.

A diferencia de los elegantes ladrones del cine norteamericano, estos delincuentes son torpes, instintivos e incluso agradables. Sin embargo, la película irradia el mismo fervor romántico: la premisa de que sustraer arte es, en esencia, una peculiar forma de amar lo robado.

7. The Mastermind (2025)

La más reciente de esta selección – y la más introspectiva – empuja los límites morales del género de atracos (*heist*). Un golpe que se perfilaba como perfecto se transforma en una reflexión sobre posición social, remordimiento y desamparo.

Aquí no encontramos ni fulgor ni adrenalina: solo la pesada carga de la acción cometida. El ladrón, en vez de huir, se detiene a contemplar la pieza que no puede conservar. En esa mirada estática se condensa la tradición del cine de robos: el reconocimiento de que la belleza, una vez tocada, ya no nos pertenece.

Lo que une a estas narrativas no es el crimen, sino la estética del peligro. Cada realizador filma el hurto como una manifestación artística en sí misma: la cámara reemplaza al ladrón, el encuadre a la ganzúa.

El espectador asume el rol de cómplice mudo. Por ello, el robo al Louvre, con su intrínseca teatralidad – los pasillos desiertos, los cristales rotos, la audacia fríamente calculada – parece concebido por un guionista nostálgico del cine clásico.

El atraco se erige como una alegoría de una época donde el arte y la transgresión comparten obsesiones comunes: notoriedad, veracidad y control.

El ladrón de museos y el coleccionista millonario persiguen idéntico fin: el dominio de observar lo que está vedado a los demás. Pero el cine, que siempre ha idealizado la figura del criminal sofisticado, introduce una paradoja ética. Cuanto más impecable es la ejecución, más hueco resulta el triunfo.

En El Secreto de Thomas Crown, el protagonista roba porque tiene la capacidad; en The Score, lo hace por obligación; en The Mastermind, roba porque ha perdido su identidad sin hacerlo.

Cada película ofrece una perspectiva singular del mismo acto: el robo de arte como reflejo de un anhelo humano más profundo, el de poseer la belleza, aunque sea solo por un instante fugaz.

El asalto al Louvre, con todo su eco simbólico, parece confirmar que el mito sigue vigente. No importa cuán avanzados sean los sistemas de alarma, siempre existirá alguien dispuesto a desafiar el orden por la íntima satisfacción de acercarse a lo sagrado.

En el fondo, estos ladrones – ya sean de carne y hueso o de ficción – encarnan algo que el cine nunca ha dejado de explorar: la confrontación entre la admiración y la apropiación, entre simplemente mirar y tomar.

Quizás por eso nos siguen cautivando. Pues en cada golpe meticulosamente orquestado se oculta una verdad incómoda: amamos tanto la belleza que, a veces, nos vemos impulsados a robarla.

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