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Un chiquillo de unos cinco años asegura con vehemencia que no ha sido él quien se ha mojado los pantalones. Lo hacía temiendo el castigo de su madre, quien le había prevenido repetidamente que debía ir al baño y no orinarse encima. «Has faltado a la verdad», le espetó su progenitora con gesto de desagrado. «A partir de hoy, cada vez que ensucies tus pantalones, te daré un buen escarmiento».
Desde edades muy tempranas, el acto de mentir para eludir una sanción se va consolidando en el desarrollo caracterológico de los niños. La búsqueda de la satisfacción inmediata actúa como motor inicial de esta conducta. Ocultar un juguete de su hermano y negar ser el responsable de su desaparición es una táctica adquirida que siembra la semilla del hurto, de apropiarse de lo ajeno, o sencillamente robar, aunque para lograrlo, es imprescindible enmascarar la verdad o, dicho sin rodeos, engañar.
Todos los credos religiosos y las pautas éticas familiares elevan el “no mentir” a la categoría de un equivalente casi directo del pecado. Hoy en día se ha vuelto habitual validar la información que nos llega minuto a minuto a través de la prensa escrita, la radio y la televisión. Y resulta sorprendente que más de la mitad de esas aseveraciones resultan ser falsedades o inexactitudes notables.
Solicitar el perdón a una entidad superior (Dios, en este contexto) funciona como un mecanismo para neutralizar la carga de culpabilidad y el miedo al descubrimiento que genera la mentira. Las promesas vacías, dependiendo de la escala de valores que uno sostenga, pueden considerarse una forma solapada de mentira.
«Mentir es consustancial al ser humano» se oye en cualquier sitio, y en ocasiones, es un pacto de silencio para proteger a terceros. En el arte de la persuasión política, ese discurso que se alimenta de esperanzas que rara vez se cumplen, la falacia desempeña un rol crucial.
«Yo entregaría mi vida por tu felicidad…», se oye decir, con lágrimas en los ojos, a un enamorado dirigiéndose a una mujer que él sabe que pronto va a morir. En las notas melancólicas del bolero, el tango o la ranchera, la lírica amorosa se puebla de ofrecimientos fantásticos, donde el engaño se entrelaza con los deseos. La infidelidad dentro de las relaciones de pareja hace que dichas dinámicas se nutran de una densa red de mentiras.
Los mitómanos de profesión se transforman en auténticos artistas de la interpretación. ¿Son las mujeres más propensas a la mentira que los hombres? Prefiero detener aquí estas reflexiones y dejar a mis lectores la tarea de completar este análisis.
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