Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.
Don Quijote de la Mancha es una obra atrayente, amena y formadora; de esos libros de literatura que, paradójicamente, se devoran con avidez, pero no se quiere que lleguen a su fin.
Y es que el Quijote, además de sus frecuentes episodios de locura, tuvo escasos momentos de claridad que encierran una permanente e inmensa sabiduría. Como los ideas‑sabias que le dirigió a su escudero, Sancho Panza, cuando éste asumió la gobernación de la ínsula Barataria, entre los cuales destaca una que para mí resulta crucial para entender el ejercicio del poder. Le dice el sensato Quijote —el de Cervantes— a su compañero de andanzas:
«Quiero que comprendas, Sancho, que muchas veces es preciso y conveniente, por imperio del cargo, ir contra la modestia del corazón, porque el buen ornamento de quien ocupa puestos tan relevantes debe ajustarse a lo que la posición exige, y no a la inclinación de su humilde corazón».
En síntesis, el jefe de Estado, como buen estadista, ha de aprender a distinguir los intereses del puesto de los valores y las convicciones personales. La investidura constituye una institución con su propia autoridad y obligaciones, a menudo opuestas a las ideas y los sentimientos de quien la ocupa. Aquellos mandatos, que estadistas más experimentados en el arte de gobernar —y con una política exterior realista— como el cardenal Richelieu, denominan «razón de Estado», la cual debe prevalecer sobre la «razón individual». Es decir: los intereses personales que nada aportan a la consecución de los intereses nacionales deben subordinarse al bienestar de los ciudadanos que habitan un territorio determinado. De allí se desprenden conceptos esenciales en relaciones internacionales, como la soberanía —pilar del derecho internacional— y categorías políticas centrales como el Estado nación y el interés nacional.
Lea más: Edward Sánchez González: Ética, gerencia y compromiso en una nueva etapa institucional
Gustavo Petro pasó de la lucha política armada mediante el movimiento guerrillero M‑19, como era típico de la izquierda latinoamericana, a la contienda política democrática. Fue senador y alcalde de Bogotá, logrando imponerse con la victoria; finalmente, en la segunda vuelta de las presidenciales de Colombia en 2022. Sin embargo, parece que su pensamiento no avanzó a la misma velocidad que sus conquistas y no distingue entre el estadista y el revolucionario. Actúa como un tirano salvaje desde el poder.
En foros internacionales dedica más tiempo a sus ideas incendiarias y a ideologías caducas que a los problemas estructurales de un país que lleva récords mundiales en producción de cocaína y que se ahoga en una guerra fratricida entre las FARC y sus propios caprichos.
Esa confusión de papeles explica su extraño activismo social desde la Presidencia, en un parque de Nueva York, donde un jefe de política exterior de su país anuncia absurdamente «el fin de la diplomacia» y proclama la guerra, suponiendo un paso a una supuesta nueva fase de la lucha —una escalada— en la que el propio mandatario se enfrentaría a israelíes y estadounidenses en la frontera de Gaza. Estimula, de forma irrespetuosa e irresponsable, el uso de «armas» mediante una insurrección violenta y llama a «desobedecer» las decisiones de Trump en territorio norteamericano, en una protesta pro‑Palestina que provocó la cancelación de su visa por parte de las autoridades estadounidenses.
No se trata de ser indiferente o insensible ante una causa que se percibe como justa; el estadista debe emplear canales diplomáticos, no recurrir a un lenguaje ni a acciones subversivas. En vez de «ejércitos de salvación global», debe priorizar el bienestar de su nación, sobre todo frente a la potencia con la que mantiene sus principales relaciones comerciales y donde trágicos episodios de violencia política se han reactivado, como el reciente asesinato del senador Uribe Turbay, aún sin esclarecimiento.
Es cierto que al rey Luis XVI le cortaron la cabeza, como menciona Petro, pero debe recordar a Stefan Zweig: quienes ejecutaron la guillotina al rey terminaron «guillotinados» en la Francia del Terror, donde la guillotina se convirtió en la afeitadora nacional.
Agregar Comentario