Economicas

Kimberly en la Universidad de Duke

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Con una valija repleta de ilusiones, el estandarte en la mano y mi alma tricolor latiendo con entusiasmo, partí hacia la Universidad de Duke, en Carolina del Norte.

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Con una valija repleta de ilusiones, el estandarte en la mano y mi alma tricolor latiendo con entusiasmo, partí hacia la Universidad de Duke, en Carolina del Norte. Tomando de la mano a mis padres, visualicé cómo mi Quisqueya quedaba en la distancia, llevándose una parte de mí. Desde la ventanilla observaba con anhelo lo que esos cuatro años podrían enseñarme. Unas palabras resonaban en mi interior: ¿Con quién compartiré este trayecto?

Sabía que hallaría una habitación deshabitada, un espacio que llenaría con mi esencia, una foto de mi familia y mi naturaleza aventurera. Así que al aterrizar, me dirigí a la tienda a adquirir todo lo necesario: desde un cepillo para mi cabello hasta un detergente para la ropa. Con una lista bajo el brazo, nos organizamos.

Por primera vez, encendí una computadora nueva. La universidad me la concedió por ser beneficiaria de una beca. Al retirar el film protector y registrar mi huella como clave, comprendí que esta travesía estaría colmada de vivencias que siempre soñé.

Al recorrer el campus por primera vez, descubrí mi nuevo hogar: una arquitectura histórica acompañada de construcciones modernas. Me dirigí rápidamente al área de bienvenida para estudiantes internacionales, donde me entregaron la llave de mi cuarto. Al abrir la puerta encontré una cama alta, un armario de madera y un escritorio. De inmediato desempacé mis fotos familiares, mi olla arrocera y mi traje típico dominicano.

Dos días después llegó mi compañera de cuarto, también llena de ilusiones, su crianza y sus costumbres. Sin embargo, el valor de compartir trasciende, pues aquí compartimos dos baños amplios para 28 chicas, una sala de estudio para todo el piso y una zona de lavandería por edificio. Pasé de convivir con 5 personas a compartir espacio con más de 80 estudiantes.

El 16 de agosto a las 3:15 p.m., me despedí de mis padres. En un coche rojo salieron del campus y regresaron a la República Dominicana. Al principio no percibí cambios. Sin embargo, cuando el día culminó y abrí la puerta de mi habitación, noté que mi mamá no estaba sentada en la silla para escucharme contar mi jornada.

Mudarse sola a los 17 años es un desafío constante. Desde planchar la ropa en las noches hasta preparar un té en las mañanas frías. Esta experiencia me ha enseñado que, aun sin supervisión, debemos hacer las cosas bien. Lo que más me ha costado ha sido levantarme con alarmas, sin la suave voz de mi madre antes de iniciar el día.

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