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Existen hogares que destacan por su peso y sus conquistas, pero les falta la claridad que realmente transforma. Esa reflexión nos impulsa a ver más allá del éxito aparente y preguntar: ¿de qué sirve dejar huella en el mundo si no brillamos con amor, sentido y verdad desde nuestro propio techo?
Hay un recinto que no se alzó con piedra ni cemento, sino con emisiones, pantallas y ecos replicados por millones. No posee cristales, pero en sus paredes invisibles emergen voces que cruzan límites, capturando la atención de quienes buscan un espejo en el que reconocerse. Ese es el domicilio que marcó al planeta.
No es la primera ni será la última. A lo largo de la historia, siempre han existido lugares que, bajo el disfraz del ocio, se convierten en santuarios de influencia cultural. Lo alarmante no es su presencia, sino que ponen en evidencia tanto lo que somos, lo que consumimos y lo que, sin intención, celebramos.
En sus estancias, la violencia se viste de espectáculo, la morbosidad se pinta como libertad y las heridas del alma se disfrazan de coraje. No se trata de censurar decisiones personales, sino de meditar sobre cómo se crean símbolos que normalizan el caos como si fuera una ruta válida hacia la plenitud.
La fe cristiana ofrece otra perspectiva. Mientras la casa mediática ensalza la morbosidad, la Escritura nos invita a respetar el cuerpo como templo del Espíritu (1 Corintios 6:19‑20), a amar al prójimo como a nosotros mismos (Mateo 22:39) y a huir de la pasión desordenada que hiere el corazón (1 Tesalonicenses 4:3‑5). Cuando la violencia se proyecta como entretenimiento, Jesús nos llama a la mansedumbre y al perdón (Mateo 5:5; Mateo 6:14). Cuando la fugacidad y el show marcan el ritmo, la Biblia proclama la fidelidad, el amor duradero y la esperanza en lo eterno (Colosenses 3:12‑14).
El mundo, cautivado por ese edificio, abre sus portales internos sin resistencia. Jóvenes y adultos convierten cada diálogo en verdad, cada escena en modelo de vida. Lo lamentable es que, mientras las paredes virtuales se expanden, el silencio de los hogares auténticos se profundiza. Padres y madres que deberían narrar historias de esperanza quedan mudos ante el tirón magnético de un espectáculo que entretiene pero también corroe.
La exposición continua a esos contenidos puede generar insensibilidad a la violencia, confusión moral y sexual, y fragilidad en los lazos afectivos. Investigaciones en psicología social demuestran que la normalización de la morbosidad y la violencia eleva la tolerancia a conductas de riesgo, debilita los modelos familiares estables y fomenta ansiedad y depresión en adolescentes (Bandura, Journal of Social Issues, 2001, ss. 15‑33).
Cuando la morbosidad pasa a ser cultura, el compromiso se disuelve; cuando la violencia se vuelve pasatiempo, el respeto se desgasta; cuando la fugacidad reemplaza la trascendencia, la vida se vacía de sentido. La Biblia advierte: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos mediante la renovación de vuestra mente” (Romanos 12:2), recordándonos discernir entre lo que destruye y lo que edifica.
La cuestión inevitable es: ¿qué revela de nosotros mismos que esta sea la casa que marcó al mundo? Quizá indica que la sociedad, agotada de ideales exigentes, se refugia en lo inmediato, aun cuando eso implique aceptar la morbosidad como norma. Pero sigue siendo posible erigir hogares de luz, esperanza y verdad: espacios donde se cuente la historia del amor que redime, de la fe que da sentido, de la comunidad que sostiene.
No se trata de derribar el edificio mediático, sino de cuestionar por qué entramos en él con tanto entusiasmo y, sobre todo, qué otro hogar estamos dispuestos a edificar. Si seguimos habitándolo sin conciencia, aceptaremos la oscuridad como normal y la belleza como grotesca. En cambio, al mirar con ojos críticos y corazones firmes en la fe, descubriremos que el impacto real que necesita el mundo no es el que destruye, sino el que inspira, sana y transforma.
> Como dice Proverbios 22:6: “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él”. La generación que formemos hoy decidirá si construimos casas de luz o dejamos que la morbosidad y el espectáculo levanten sus muros por nosotros.
Los imperios cayeron cuando hicieron de la promiscuidad su bandera popular.
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