Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.
RESTON, VIRGINIA.- La encriptación o cifrado — la simple acción de codificar información para que nadie ajeno pueda leerla — nos brinda protección a nosotros, a nuestros seres queridos y a nuestras comunidades. Resguarda desde nuestros mensajes íntimos hasta la información bancaria y los historiales médicos. Constituye la piedra angular de la confianza en el ecosistema digital: es tan relevante para la seguridad individual como para la seguridad de la nación.
Pese a todo, el cifrado experimenta una amenaza sin precedentes en las democracias ya establecidas, las cuales están abriendo inadvertidamente una senda peligrosa que los regímenes autocráticos del mundo observan con gran interés. En numerosas naciones, los gobernantes y legisladores presentan el cifrado robusto como algo incompatible con una aplicación efectiva de la ley. Sin embargo, esto es una falsa dicotomía. Es fundamental contar con legislaciones que defiendan a los ciudadanos en línea sin debilitar la infraestructura que custodia nuestros datos. Ambos objetivos no son mutuamente excluyentes.
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Algunos gobiernos insisten en la creación de “puertas traseras” para permitir que las agencias de seguridad accedan a comunicaciones cifradas. No obstante, la investigación en materia de ciberseguridad ha probado incansablemente que no existe una vulnerabilidad que solo sea aprovechable por los “justos”. Una puerta trasera es, esencialmente, una puerta trasera para todos.
El caso conocido como Salt Typhoon — donde un grupo de hackers apoyado por el gobierno chino penetró sistemas de telecomunicaciones de Estados Unidos utilizando puertas traseras originalmente diseñadas para agencias norteamericanas — debería ser prueba suficiente: no se puede garantizar quién explotará una debilidad técnica una vez que esta existe. Por más buenas que sean las intenciones iniciales, estas herramientas invariablemente terminan siendo usadas como armas por criminales, actores hostiles o piratas informáticos.
Un ejemplo actual es la propuesta de la Unión Europea denominada “Chat Control”, que buscaría obligar a las plataformas a inspeccionar las comunicaciones privadas en búsqueda de material de abuso sexual infantil (CSAM). Si bien proteger a los menores es una emergencia prioritaria, esta iniciativa pondría en riesgo la privacidad asegurada por el cifrado de extremo a extremo.
Dicho proyecto exige la implementación del “escaneo del lado del cliente”, una tecnología que examina los mensajes en los dispositivos antes de que sean codificados y enviados. Si eludir el cifrado se equipara a abrir una carta en el servicio postal, el escaneo del lado del cliente es equivalente a que alguien lea por encima del hombro mientras se está redactando. El desenlace es idéntico: la confidencialidad se pierde. Además, el sistema no detendría el delito, ya que los abusadores podrían sortearlo con maniobras sencillas como comprimir o modificar el formato de los archivos.
Una vez que estos sistemas se ponen en marcha, generan nuevas vulnerabilidades con implicaciones directas para la libertad de expresión. No hay certeza de que no se utilicen más adelante para monitorear otros contenidos, como críticas políticas o actividad sindical.
Cuando las comunicaciones están expuestas, los periodistas pierden la capacidad de custodiar a sus fuentes, los facultativos médicos no pueden asegurar la discreción de sus pacientes, los abogados ven comprometido el secreto profesional, las empresas revelan sus secretos industriales y los Estados ponen en jaque su seguridad nacional. Para individuos que escapan de la violencia doméstica o que residen en comunidades donde su identidad los expone a riesgos, el cifrado puede ser la diferencia entre la vida y la muerte.
Y los niños también necesitan esta protección. Según la agencia de protección de datos del Reino Unido, el cifrado incrementa la seguridad juvenil en el ámbito digital, al prevenir que abusadores obtengan información sensible para acosar o forzar el ‘grooming’. Romper el cifrado “para proteger a los niños” sería, paradójicamente, exponerlos a un peligro mayor.
La presión social tiene la capacidad de cambiar el curso de las cosas. En Australia, hasta ahora, el gobierno no ha forzado a las empresas tecnológicas a alterar sus servicios bajo la controvertida ley de 2018, probablemente por miedo a las consecuencias políticas. En el Reino Unido, después de la intensa protesta ciudadana contra la Ley de Seguridad en Línea, grandes corporaciones prometieron retirar sus servicios antes que debilitar las defensas de cifrado.
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Mientras la UE discute la propuesta Chat Control, países como Polonia, República Checa, Países Bajos y Finlandia se oponen, considerándola una amenaza a la privacidad y la seguridad nacional, mientras que naciones como Dinamarca, Francia y Hungría la respaldan, creyendo que los riesgos son justificables para salvaguardar a los menores.
El resultado de este conflicto tendrá repercusiones más allá de Europa. Los servicios de mensajería encriptada se usan globalmente, y el peso de un mercado principal como el de la UE podría obligar a las corporaciones a disminuir la seguridad y la privacidad de sus productos a escala mundial.
En el marco del Día Mundial del Cifrado, es crucial recordar que este debate no es puramente técnico o abstracto. Se trata de asegurar un internet que sea seguro, confiable y libre para todos. Proteger a los niños implica diseñar estrategias que de verdad los amparen, sin crear puntos débiles sistémicos. En todos los ámbitos, requerimos soluciones que aborden los daños en línea sin minar la privacidad, la discreción ni la libertad de expresión.
Un futuro digital que esté a la altura de nuestras ambiciones depende del cifrado. Si aspiramos a tener un internet universal — donde cada persona pueda conectarse, interactuar e innovar con seguridad — no debemos permitir que este pilar fundamental se vea erosionado.
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