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La reciente misión de la ONU procura alterar el destino de Haití

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Las musas parecen haberlo percibido: donde la violencia reina y la legislación se vuelve ceniza, como en Haití, los anhelos de progreso se marchitan antes siquiera de brotar.

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Las musas parecen haberlo percibido: donde la violencia reina y la legislación se vuelve ceniza, como en Haití, los anhelos de progreso se marchitan antes siquiera de brotar. Algo parecido se podría decir del Consejo de Seguridad de la ONU, que este martes ratificó la transición de la Misión Multinacional de Apoyo a la Seguridad de Haití.

La operación, liderada por Kenia, cuyo mandato finaliza el jueves y que se redujo a 970 efectivos —cuando inicialmente se proyectaron 2 500— será sustituida por una nueva fuerza, bajo una iniciativa de EE. UU. y Panamá. Esta contará con 5 500 militares y policías, acompañados por 50 civiles.

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El financiamiento de la misión, según lo previsto, dependerá de las contribuciones voluntarias de los Estados miembros de la ONU que quieran participar. Se espera que, a diferencia de lo ocurrido con la primera misión —que aspiraba a captar 600 millones de dólares y apenas alcanzó 115 millones—, esta vez el compromiso internacional, reforzado por la dirección adoptada por la Administración Trump, le proporcione los recursos necesarios. La aprobación de esta resolución llega en un momento tan oportuno como imprescindible: Haití necesita desmantelar las pandillas armadas que han sembrado la violencia y el caos económico, y restaurar un mínimo de orden institucional.

La evidencia internacional es contundente. Diversos estudios —entre ellos *Fragility, Conflict & Violence* del Banco Mundial y *Political Violence and Economic Growth* de Cristina Bodea e Ibrahim Elbadawi— demuestran cómo los conflictos erosionan el PIB per cápita y el bienestar social. La violencia frena el crecimiento sostenido y genera costos directos e indirectos enormes: destrucción del capital físico, gasto militar desmedido, pérdidas por muertes y desplazamientos, caída de la inversión privada, colapso del turismo, fuga de cerebros, deterioro de la productividad y mayor incertidumbre.

Aún más grave resulta cuando el conflicto se arraiga en instituciones débiles. La corrupción, la impunidad y la fragilidad estatal no solo fomentan la violencia, sino que multiplican sus efectos sobre la economía: desalientan la inversión, degradan la calidad de los recursos humanos mediante un deterioro en salud y educación, y desvían recursos hacia la seguridad en detrimento de las prioridades nacionales, profundizando el malestar social.

La lección es clara: violencia e institucionalidad frágil condenan al estancamiento; en cambio, donde impera un Estado de derecho sólido, con gobernanza eficaz y control de la corrupción, florecen el crecimiento económico y el bienestar de la población. Por ello, el éxito de cualquier misión en Haití no puede limitarse a la seguridad: debe acompañarse de un robusto fortalecimiento institucional y de políticas socio‑económicas que impulsen la inversión y el empleo.

Ese es, precisamente, el anhelo que despierta la nueva misión internacional. Que no solo silencia el ruido de las armas, sino que también siembre instituciones firmes, capaces de guiar al país hacia un horizonte de paz y desarrollo.

Si ello se materializa, podrían comenzar a superarse las penurias que durante siglos han marcado al pueblo haitiano y que hoy se reflejan en las cicatrices de su historia. Y, de paso, abrirse la oportunidad de un mayor flujo de inversiones y de una relación comercial más vigorosa entre Haití y la República Dominicana, que beneficie a ambos pueblos y reduzca las tensiones migratorias.

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