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El constitucionalismo representa una perspectiva ideológica de corte liberal, surgida como una respuesta profundamente revolucionaria frente al absolutismo monárquico.
Por esta razón, la división de los poderes y los derechos fundamentales, entre los cuales destaca el debido proceso, resultan ser elementos esenciales para su existencia. Mientras el absolutismo concentra el poder y lo entrega a una única persona, elegida por designios divinos o el destino, el constitucionalismo opta por distribuirlo equitativamente, forzando a quienes lo ejercen a someterse a límites que están obligados a imponerse mutuamente.
En términos sencillos, el absolutismo es un esquema que se fundamenta en el derecho de unos pocos a dominar a la mayoría, mientras que el constitucionalismo mantiene una postura de profunda desconfianza hacia el poder. Por tal motivo lo fracciona, lo restringe y lo enfrenta. Todo ello con el objetivo de contener cualquier inclinación autoritaria.
Esto no implica que el constitucionalismo niegue la necesidad de la existencia del poder. De hecho, es a través de este marco que se desarrolla la organización más meticulosa y exhaustiva del poder mismo. Lo materializa bajo la estructura del Estado, ese imponente ‘Leviatán’ al que observa con cautela extrema.
Esta constante fricción entre poder y libertad, junto con la relación intrínseca de dependencia que los une, fue la fuente de inspiración para Alexander Hamilton y James Madison al plasmar en El Federalista 51 la siguiente reflexión: “Si los hombres fuesen seres angelicales, un gobierno resultaría innecesario. Si los ángeles estuviesen a cargo de gobernar a los hombres, las contralorías, tanto externas como internas del gobierno, serían totalmente prescindibles. Al estructurar un gobierno destinado a ser administrado por hombres para beneficio de otros hombres, el desafío principal radica en esto: primero, es preciso dotar al gobierno de la capacidad necesaria para ejercer autoridad sobre los gobernados; y después, forzarlo a que se someta a sus propias regulaciones”.
¿Qué significa todo esto para el funcionamiento óptimo de una democracia de naturaleza constitucional? Implica que a ninguna institución se le puede conceder la prerrogativa de operar sin mecanismos de control; que el sistema opera adecuadamente cuando una rama del Estado impone restricciones a otra; y que toda autoridad pública debe aceptar ineludiblemente su subordinación plena a la Constitución. Todo lo anterior lleva a una conclusión fundamental: En el constitucionalismo, la arquitectura institucional no puede concebirse teniendo en mente a una persona específica.
Depositar la fe en la idea de que quien desempeña un cargo público se comportará con la pureza de un ángel es ignorar la clara advertencia planteada en El Federalista 51. Los dominicanos hemos asumido este riesgo en el pasado, y el costo que asumimos fue excesivamente alto.
Mantengamos presente nuestra historia, para evitar la obligación de revivirla.
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