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“Bugonia” en salas: Yorgos Lanthimos desmonta el complot con agudeza y humor

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Quién osaría versionar una obra tan kamikaze en su tono sin convertirla en un parque temático?…

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A principios de los 2000, el cine de género más audaz e imaginativo parecía emanar de Corea del Sur; entre títulos como “Memories of Murder”, “Oldboy” y “A Tale of Two Sisters”, aparecía “Save the Green Planet!” para recordarnos que el disparate también podía tener un profundo trasfondo político.

¿Quién osaría versionar una obra tan kamikaze en su tono sin convertirla en un parque temático? Yorgos Lanthimos, por supuesto: el cineasta que filma la zozobra como si fuera una disciplina olímpica.

En “Bugonia”, su adaptación occidental del clásico de Jang Joon-hwan, no pretende emular la anarquía punto por punto; opta por modificar la fuente de energía. Menos detonación, más persistencia. Menos algarabía, más examen detallado.

El resultado es una tragicomedia que, en un semisótano asfixiante, ensaya un repaso a nuestro presente: el capitalismo de la sonrisa corporativa, la lógica de la posverdad, el laberinto de las teorías conspirativas y esa tentación tan humana de construir espectros para navegar la complejidad.

El secuestrador aquí no es un Joker de mercadillo, sino Teddy (Jesse Plemons), un repartidor que, entre abejas moribundas y foros en espiral, llega a la conclusión de que su superiora Michelle (Emma Stone), directora ejecutiva de una farmacéutica, es una delegada de Andrómeda.

Con la ayuda de su primo Don (Aidan Delbis), la retiene y la encierra en un subsuelo: afeitado profiláctico (para anular la “transmisión” a la nave nodriza), aplicación de crema antialérgica a discreción (para “debilitar” el código genético foráneo), descargas eléctricas y un intercambio verbal que a veces parece simposio de oratoria y otras, confesionario inquisitorial.

Lo que en la cinta original coreana estallaba en payasadas psicóticas y subtramas de investigación policial, aquí se concentra en el pulso dialéctico entre rehén y captor.

Will Tracy, guionista de The Menu, y Lanthimos erigen un receptáculo de palabras donde cada frase puede ser un salvoconducto o una trampa; y el realizador, con sus característicos planos bajos y lentes que distorsionan la perspectiva, transforma el sótano en una arena mental. Es una pieza de cámara pegajosa: permeable a la crueldad, obsesionada con el matiz.

La decisión más perspicaz del *remake* es el cambio de objetivo. En *Save the Green Planet!* el retenido era el arquetipo del empresario déspota; aquí, Michelle funciona como figura del negocio actual: encanto, lenguaje de bienestar, “más tiempo familiar”… siempre que se cumplan las metas.

Stone interpreta esa fachada con una agudeza cortante: incluso inmovilizada, con la rótula dislocada y la piel cubierta de esa pomada blanquecina que la hace fantasmal, jamás deja de ser amenazante.

Su arma es el lenguaje: establece coordenadas, desarma, negocia, propone. Si la versión original era excesiva, *Bugonia* es cerebral: menos estruendo, más maniobra. Y cuando la cinta exige a Stone atravesar el sufrimiento sin perder la nitidez, la actriz responde con una exactitud casi extraterrestre: notamos el daño físico, pero nunca la vemos doblegada.

Plemons, por su lado, construye a Teddy sin condescendencia. No es el “chiflado” sencillo ni el antagonista meramente funcional; es un hombre que experimenta angustia, que ama de forma desviada, que atiende a una madre (Alicia Silverstone, breve y punzante) con métodos entre lo improvisado y lo fantasioso, y que halla en la teoría la estructura de su malestar. Plemons mantiene el filme en esa cuerda floja incómoda: el espectador entiende la incorrección, pero también por qué, para él, todo encaja. Lanthimos —y este es su logro principal— no se contenta con ridiculizar la paranoia; la explora.

La expone en su vertiente suave (un relato que aplaca la incertidumbre ante un mundo complejo) y en su vertiente dura (una coartada para la violencia). Así, la propuesta oscila entre transformar la “obvia insensatez” en un “¿y si…?” perturbador, hasta que la certeza se vuelve un bien inasequible.

El libreto suprime casi por completo la línea argumental policial secundaria, y es una elección acertada: permite dimensionar la confrontación sin fragmentar la tensión.

¿El escollo? Convertir la cinta en un diálogo escenificado con interrupciones puntuales. ¿Cómo lo evita Lanthimos?

Con destellos mínimos de hostilidad que dinamitan la teoría: una descarga que llega fuera de tiempo, la extirpación simbólica del cabello, un objeto cotidiano transformado en instrumento de humillación. Y, sobre todo, con el humor negro sello de la casa: esa risa que emerge cuando el cuerpo ya no sabe si mostrar repulsa o estremecimiento.

La sección final —diez minutos de comedia densa— demuestra que el director todavía sabe llevar al público a ese umbral donde lo hilarante y lo espeluznante coinciden.

En el aspecto visual, *Bugonia* contrasta la pulcritud de los entornos de Michelle con el deterioro casero del ámbito de Teddy y Don. Robbie Ryan captura esa dualidad como una exposición iluminada de dos maneras: el fulgor empresarial que todo lo alisa y el tono amarillento persistente de lo que se niega a desaparecer.

El semisótano, a su vez, funciona como un ente activo: denso, con muros que parecen escuchar. Y Lanthimos explota la óptica deformada no solo para generar malestar, sino para insinuar que cada óptica es un pasaje sinuoso: siempre hay algo fuera de campo que moldea lo que percibimos.

En materia temática, la cinta no es discreta —ni aspira a serlo—: la crítica al capitalismo de la exhibición no se esconde; la “sustentabilidad” como carta de presentación empresarial, los protocolos de bienestar encubriendo la explotación, el lenguaje de la cercanía usado como instrumento de dominio.

Lo valioso no es el ataque al sistema, sino cómo lo vincula con el entorno mental de la conspiración.

*Bugonia* sugiere que ambos se comunican mediante lemas, que ambos imponen orden al caos con narrativas de consuelo: la compañía disfraza la complejidad social; el teórico de la conspiración disfraza la complejidad del sufrimiento. Y en medio, la realidad —esa entidad incómoda— subvierte los discursos.

¿Resulta menos “desbordada” que su inspiración? Sí. A cambio, gana en sutileza: prioriza la táctica sobre el desborde, la argumentación sobre la excentricidad. Habrá quien extrañe la pirotecnia coreana; otros valorarán la precisión helénica.

Yo diría que el cambio es honesto: *Bugonia* busca reajustar la frecuencia, no superar el volumen de su referente. Su vibración es más baja, su eco perdura más.

Si algo flaquea es la predictibilidad de ciertos giros: incluso sin conocer *Save the Green Planet!*, algunos cambios en el tira y afloja se adivinan con antelación, y hay figuras retóricas que el guion subraya en exceso.

La propuesta se impone por acumulación: Stone y Plemons estiran el límite hasta que cede; Lanthimos ajusta su oído a la coyuntura; y, cuando llega el desenlace, la risa duele justo donde debe. Y eso es significativo.

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