Economicas

Cazar moscas

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No entraré en detalles sobre mi método para eliminarlas, pero sí les comparto la narración que escribí.

Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.

Llevo dos semanas sin salir del entorno del residencial donde vivo. Una causa importante, aunque no la única, han sido las precipitaciones ocasionadas por el todavía huracán Melissa, que al momento de redactar estas líneas (viernes por la noche) se encuentra en alguna zona del océano Atlántico Norte tras causar estragos en el Caribe.

Otro motivo, de menor relevancia pero con más peso, es que sencillamente no he tenido deseos de salir. Me ha bastado con subir y bajar del cuarto piso donde resido para ocuparme de asuntos imprescindibles, como aguardar con mi hijo el transporte escolar y esperarlo a su retorno; recibir al técnico que reparará el inversor averiado hace tres semanas; o sujetar el portón mientras dos operarios instalan el ventanal del balcón, subiendo y bajando de mi apartamento.

En mi reclusión, con varios días de alta humedad, realicé una actividad con más frecuencia de la que recordaba y que hace unos años inspiró un relato que envié a un certamen (sin suerte, por cierto): dar muerte a las moscas.

Dado que llovió copiosamente y el equipo encargado de la recolección de desechos en el vecindario estuvo ausente por varios días, cuando se movilizaron los residuos acumulados, las moscas proliferaron bastante, y si hay algo que deteste más que una cucaracha, es una mosca. No entraré en detalles sobre mi método para eliminarlas, pero sí les comparto la narración que escribí.

***

La cocina de tía Renata era espaciosa. El suelo de cemento, de tono amarillo con tenues manchas rojizas. En un costado, armarios marrones con puertas que rechinaban. Una taza, ¡chiiiiiirriin! Un plato, ¡chiiiiiirriin! Un vaso, ¡chiiiiiiirriin!

Entre los armarios y la encimera, construida igualmente de cemento y con su superficie superior amarilla salpicada de rojizos puntos, la pared estaba recubierta con azulejos blancos, que cada dos secciones alternaban su superficie lisa con un diseño en relieve de una cafetera, acompañada de dos tazas y un pequeño racimo de uvas. Uno de los extremos de la encimera, que lindaba con el área del comedor, oculto tras una cortina de hilos enlazados con cuentas de formas geométricas rojas, estaba la hornilla, elevada del suelo sobre un pedestal de madera que, según la leyenda familiar, trajo el tío Jaime de la tlapalería donde laboró brevemente, uno de los múltiples empleos en los que su permanencia no superaba el año y de los cuales siempre era despedido por celos o porque el patrón era impredecible.

La cocina de tía Renata poseía cuatro quemadores y un horno que jamás se utilizaba, pues consumía mucho gas y el suministro siempre estaba costoso, y no hay situación peor que quedarse sin gas antes de que el arroz terminara de cocerse en la olla. Era de color blanco y una de las obsesiones de tía Renata era mantenerla siempre inmaculada, pues sostenía que el aseo de una mujer se medía por su cocina, su cuarto de aseo y su vestimenta.

En el otro extremo de la encimera se hallaba el depósito de agua, destinado únicamente para preparar alimentos. El bidón de plástico azulado que tía Renata desinfectaba con cloro cada mes, precisamente el día en que llegaba el agua potable a las cañerías, los jueves. Encima de la tapa del contenedor siempre había una jarra grande de aluminio, con la palabra “cocina” inscrita con esmalte de uñas carmesí. Tía Renata insistía en evitar que se confundiera con alguna otra vasija.

Junto al tanque, el refrigerador Nedoca. La herencia. De un color amarillo mostaza intenso, con un asidero de metal y que producía más escarcha que hielo. Para el tiempo en que tía Renata convirtió la cocina en el centro de su existencia, abrir ese aparato era ya un arriesgarse a una descarga eléctrica. No sirvió de nada que varios electricistas lo revisaran. Ninguno logró una solución permanente. Cada inspección ofrecía un breve respiro, hasta que un día alguien exclamaba al intentar abrirlo para tomar un vaso de agua fría, sacar hielo o buscar la carne, ya cortada y marinada que guardaba mi tía en épocas de buen suministro eléctrico.

Bajo la encimera había un taburete de madera que tía Renata empleaba para sentarse mientras limpiaba el arroz, desgranaba guandúles o rallaba coco. Se ubicaba en ese asiento con la espalda apoyada en el marco superior de la puerta que daba al patio.

En la otra pared de la cocina, en contraste con la estufa, la encimera, los gabinetes chillones y el tanque, colgaban cacerolas, pucheros y jarras. Los más ligeros producían a veces un tintineo, movidos por la corriente de aire que entraba desde el patio.

Tilín, tilín, tilín.

Y esa brisa también solía hacer danzar los hilos adornados con cuentas plásticas rojas de motivos geométricos que conformaban la cortina colocada en la abertura entre el área de cocina y el comedor.

Tlin, tlin, tlin.

Así, en las jornadas con viento, la amplia cocina de tía Renata ofrecía una melodía. Tilín, tlin, tilín, tlin, tilín, tlin. Y si ella estaba preparando alimentos, sacando platos, vasos y tazas, entonces se sumaba el ¡chiiiiirriiiin, chirriiiiin, chirriiiiin!

Tilín, tlin, chirriiiiin. Tilín, tlin, chirriiiiin. Tilín, tlin, chirriiiiin.

***

En 2008, un grupo de investigadores del Caltech, en Estados Unidos, encabezados por el catedrático de Bioingeniería Michael Dickinson, publicaron en la revista *Current Biology* que las moscas deben su destreza para evadirse a un complejo mecanismo de defensa que les permite prever los movimientos de su agresor y reaccionar con acciones sumamente veloces, de aproximadamente 200 milisegundos.

***

Tía Renata poseía numerosas aptitudes. Entre ellas, elaboraba el mejor postre de coco tierno con naranja del vecindario, enhebraba la aguja al primer intento y reconocía a quien ingresaba a la cocina por su modo de caminar, sin necesidad de girarse a mirar quién era.

Pero la habilidad que más fascinación y asombro me provocaba era que tía Renata era capaz de fulminar moscas al primer golpe seco. Jamás fallaba.

Su destreza para exterminar moscas, según me contó mi madre, se originó un día durante su adolescencia, después de que accidentalmente ingiriera una que llegó a su boca con una porción de sancocho. Tras aquel suceso traumático, tía Renata no soportaba ver una mosca posada en ningún sitio, por lo que adoptó la costumbre de llevar un trapo colgando sobre su hombro derecho mientras estaba en casa. Así que cada vez que divisaba una mosca quieta, se aproximaba sigilosamente y en un segundo… ¡Zas! El golpe certero. Ninguna mosca conseguía escapar.

Un mes después falleció la abuela María. Al volver la familia del funeral, tía Renata tomó el pañuelo que su progenitora solía portar al igual que ella, pero sobre el hombro izquierdo mientras cocinaba, y lo sustituyó por el trapo que usaba, colocándolo en su hombro zurdo y preparó el café. Justo al servir la bebida, una mosca se posó cerca del azucarero y tía Renata movió con su mano diestra el pañuelo y con un rápido y exacto manotazo aniquiló al insecto, sin que el recipiente de azúcar se desplazara ni un milímetro.

A partir de ese momento, tía Renata asumió la responsabilidad de la cocina y de eliminar cualquier mosca que osara entrar allí.

***

A través de grabaciones a gran velocidad y máxima definición, los científicos han averiguado que una mosca puede mover sus patas traseras y posicionarlas idóneamente para lanzarse al vuelo y huir. También relatan que son capaces de realizar esta acción sin llegar a consumarla; o sea, si finalmente el atacante no procede contra la mosca, retornan a su postura habitual.

***

El tío Jaime irrumpió en la vida de tía Renata tal como todos lo hicieron desde el día del sepelio de la abuela María, a través de la cocina.

Un conocido de un conocido confiable le informó que sabía de alguien que podría reparar la puerta del horno que nunca se usó para su propósito original, sino para almacenar ollas y cazuelas grandes, que solo se sacaban para celebraciones religiosas especiales y Nochebuena.

Jaime cautivó a tía Renata desde el instante en que deslizó sus manos a través de la cortina de hilos con adornos geométricos rojos. Ningún consejo tuvo efecto. Mi madre siempre afirmaba que era un holgazán, un don nadie. Pero tía Renata hizo caso omiso, y le dio un espacio a Jaime en su cocina, el umbral de entrada a su vida.

Durante años, el tío Jaime entraba y salía de la cocina de tía Renata. Inconstante en sus trabajos, también lo era en todo lo demás. En los momentos de disputa y al echarle sus pertenencias a la calle, tía Renata tomaba el pañuelo que siempre llevaba sobre su hombro izquierdo y lo agitaba en el aire, recitando lamentos por haber permitido que Jaime le causara tales perjuicios.

Pero tía Renata siempre le abría el acceso a su cocina.

***

El tío Jaime era un hombre alto, corpulento, con manos grandes con las cuales podía construir, y destruir, casi cualquier cosa. Era de tez clara, ese apelativo que se emplea para diferenciar tonos de piel. Los ojos del tío Jaime eran castaños y emitía un aroma que parecía conjugar el olor a sudor con el de la tierra húmeda recién regada.

Mi madre y mis otros tíos y tías reprochaban que Jaime se hubiera instalado en la casa familiar, con tía Renata. “Los varones deben colocar a sus compañeras en una posición digna. Ese no es más que un aprovechado”, repetía mi madre cada vez que veía a Jaime durmiendo la siesta en el lecho que perteneció a sus progenitores.

No dejaba pasar la oportunidad de indagar sobre los sucesos del tío Jaime, fueran ciertos o no, que circulaban por las calles del barrio, en boca de cada “me contaron que me dijeron”. Cada cotilleo acerca del tío Jaime llegaba a la cocina de tía Renata como un despacho urgente transmitido por la voz de mi madre, cuando acudía por su café cada tarde.

De este modo, mientras tía Renata estaba en constante movimiento por la cocina, intentando tenerlo todo listo para el desayuno, la comida y el refrigerio de cualquier pariente que cruzara su portal, lo cual ocurría a toda hora, mi madre exponía detalladamente cada relato que involucraba al tío Jaime.

Tía Renata nunca respondía. Continuaba con sus labores, eliminando a las moscas que se cruzaban en su camino (una práctica que en las épocas cálidas llegaba a niveles de “exterminio masivo”). Pero mi madre sabía que el veneno contra Ja

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