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Tal vez se deba a que desde pequeño, cuando mi voz era más aguda, más rápida y mucho más entusiasta, veía a mi madre a diario junto a una máquina de coser marca Singer, lo cual influyó decisivamente en todo lo que hago, e incluso en lo que interpreto musicalmente. El punto es que ahora —sin entrar en detalles de mi edad— la tarea de escribir, y más específicamente la labor del vate, me parece, sobre todo, un ejercicio de unir palabras. Algún amigo atrevido preguntaría: ¿cantar o unir? Hoy le contestaría: —Unir y cantar.
Recorrer una trayectoria vital, sin importar de quién sea o qué se narre, es adentrarse en sus expresiones, en los vocablos que la componen, esas palabras que relatas, que plasmas, las cuales transportan a otros parajes, a universos distintos, a donde sea que te lleven a ti, ya seas autor, narrador o poeta. ¿A dónde conducen las palabras? A más palabras. Es una historia sin final.
He sido afortunado por mis raíces, pues aunque yo solo aprendí a entrelazar vocablos, el acto de coser siempre estuvo muy presente, muy familiar, podría decirse que por ambos lados, ya que mi padre, antes de convertirse en doctor, también cosía; fue ayudante de sastre en Higüey, su tierra natal, y jamás perdía la ocasión para —en medio de alguna ocurrencia— decirme cosas como: “¡Esos pantalones tienen un acabado pésimo, por Dios! Ya nadie sabe hacer bien los dobladillos”, lo cual ahora, además de arrancarme carcajadas, me parece, para redondear el asunto, una peculiar forma de justicia poética, como dicen los extranjeros.
Uno puede hasta permitirse ser ingenioso ahora, dado que lo ya expuesto permite juntar incluso los destinos, como si fueran hilos, las expresiones. Simple, ya llevamos tres segmentos, el cuarto, o sea este, es momento de laborar. ¡Trabaja, creador, trabaja! La máquina está expulsando un hilo capitalino azul con el que se enlazan cuatro hebras: verde, amarillo, rojo y rosado. La máquina no cesa de tejer palabras, tejidos, vivencias. Es muy ágil, clara, imaginativa y sumamente cálida. Esa máquina es muy humana; además, ya no, pero seguramente antes hablaba con la ‘i’ y decía ‘doctoi’, y a esa que tanto le gustan los tonos vibrantes, debe ser una máquina originaria de alguna zona del Cibao, de San Francisco de Macorís, de Hatillo. —Silencio, muchacha, vuelve a zurcir y no converses tanto.















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