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En República Dominicana, las estrategias gubernamentales parecen orientadas a dos extremos: los sectores más desfavorecidos y los más pudientes. En el medio opera, callada, agotada y sin voz real, la clase media: ese segmento que impulsa la economía, tributa, acata las normas y, sin embargo, no obtiene retribuciones. Podría ser el actor más ignorado en la planificación del progreso nacional.
Al segmento de bajos recursos se le brinda apoyo mediante asistencias, programas sociales y subvenciones que, en teoría, deberían servir para superarla. No obstante, en la práctica, se han convertido en herramientas de influencia electoral. No son palancas de ascenso social, sino de clientelismo. Las ayudas funcionan como sedantes sociales y, a menudo, como capital político. La miseria se gestiona, no se erradica.
Por otra parte, el estrato alto goza de exenciones, liberaciones impositivas y tratos favorables. Numerosos grandes inversionistas y grupos con influencias hallan la manera de tributar muy poco o eludirlo por completo. Las facilidades fiscales se diseñan para ellos, bajo la justificación de que fomentan la inversión y la ocupación. La realidad, empero, muestra que el costo de mantener esos beneficios recae en otro: la clase media.
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Es la clase media la que soporta al Estado. Abona el ITBIS totalmente, el impuesto sobre la renta, el costo de los combustibles, la recolección de desechos y colegiaturas privadas, ya que la educación pública no ofrece suficiencia. Debe almacenar agua, costear facturas eléctricas que frecuentemente no aprovecha y sufragar seguros médicos estructurados más para las aseguradoras que para los asegurados.
Esta misma clase media recurre a créditos bancarios porque el ingreso no es suficiente; es la que madruga, la que emprende iniciativas, la que invierte tiempo, recursos y esfuerzo en su formación, frecuentemente con títulos avanzados que al final no le otorgan más reconocimiento. Además, es la que más rápido se deteriora ante las contracciones económicas.
Paradójicamente, es también la que menos oportunidades encuentra dentro del país. Con frecuencia se le dice: “estás demasiado calificado para este puesto”, como si la aptitud fuera un defecto. El resultado es que las opciones genuinas de ascenso se buscan fuera, alimentando un flujo constante de talentos que empobrece las capacidades intelectuales de la nación, dejando ofertas, curiosamente, solo para el producto interno “bruto”.
No solo es la que más obligaciones tributarias cumple, sino también la más escrutada por la Dirección General de Impuestos Internos (DGII). Al profesional o al pequeño comerciante que opta por crear un negocio se le fiscaliza intensamente, se le audita, se le exige, se le presiona. Iniciar una actividad, más que una alternativa, parece una sanción. Mientras, los grandes elusores permanecen intocables, amparados por estructuras de poder que operan con total impunidad.
La clase media vive en una contradicción: se le requiere ser el motor del avance, pero se le niega el sustento. Es muy “adinerada” para recibir auxilio estatal, muy “pobre” para obtener ventajas, con demasiada preparación para ciertas labores y demasiado desamparada para defenderse de un sistema que la agota.
Esa clase media, que debería ser el pilar más firme de la democracia, está aproximándose a la frustración y el hastío. Cada ajuste fiscal, cada nuevo gravamen, cada subida de tarifas la comprime más. Carece de agrupaciones sindicales poderosas, de representantes políticos que la defiendan, o de discursos oficiales que la nombren. Solo se le recuerda cuando es momento de liquidar cuentas.
Cuando el sector medio se debilita, la cohesión social del país se resiente. Sin él, el desarrollo se torna endeble y la democracia flaquea. Es el grupo que más temen los políticos y las élites, dado que es el impulsor de todo cambio social, la voz crítica, la que exige transparencia, la que financia el entramado, la que, cuando se molesta, puede incluso transformar gobiernos, pues al decidirlo, empodera con argumentos (discurso) a los sectores más humildes y los convoca a la acción.
Así pues, de seguir siendo vista como una anomalia estadística entre la carencia y la opulencia, su silencio terminará siendo costoso.
La clase media no tiene quien le redacte su historia, pero ha llegado el momento de que comience a escribirla por sí misma. Debe manifestarse, exigir y dejar claro que sin su estabilidad no hay nación posible. Pues la verdadera injusticia no reside únicamente en la miseria o el privilegio, sino en el desamparo de aquellos que, en silencio, sostienen la totalidad del país sobre sus hombros.















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