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Las diez cinematografías que destapan enigmas, tramas y anhelos de la Iglesia Católica

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Lo que muestra no siempre es placentero: historias de deshonestidad, dolor oculto, jerarcas inseguros.

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El séptimo arte ha colocado un espejo delante de la institución católica. Lo que muestra no siempre es placentero: historias de deshonestidad, dolor oculto, jerarcas inseguros. Pero en esa imagen incómoda se halla la ocasión para la introspección.

Un cardenal mayor, recién proclamado pontífice, siente de pronto que el peso del mundo recae sobre él. Al asomarse al balcón de la Plaza de San Pedro, vacila e incapaz de pronunciar la bendición, se retira tras los cortinajes carmesí mientras la congregación aguarda. No es un hecho real, sino el clímax de *Tenemos Papa* (2011), la cinta de Nanni Moretti.

No obstante, el potente símbolo es notorio: el Vaticano, con todo su boato ancestral, también puede exponer una profunda vulnerabilidad humana ante los reveses.

El cine contemporáneo, desde 1970 hasta hoy, ha aprendido a observar tras las murallas del Estado pontificio para representar turbios asuntos, conspiraciones y dilemas éticos que han mermado la imagen intocable de la Sede Apostólica y la Iglesia Católica.

Lo ha realizado con destreza narrativa y en ocasiones con una valentía desafiante, en producciones de ficción y documentales alrededor del orbe. El resultado es un compendio de filmes que, cual espejo sombrío, revelan lo endeble del Vaticano frente a las agitaciones actuales.

En épocas precedentes, Hollywood y el cine occidental solían tratar el papado con extremo cuidado. Esa era de respeto ha quedado atrás: después de 1970 las cámaras se atrevieron a examinar la Sede Apostólica con una mirada crítica, reflejando una sociedad que ya no veía a las figuras religiosas como infalibles.

La fascinación por los secretos vaticanos pronto encontró eco en la pantalla grande. *El Padrino: Parte III* (1990) entrelazó la saga delictiva de los Corleone con las oscuras finanzas del Vaticano y el misterioso deceso del papa Juan Pablo I.

Basada en sucesos reales —como el caso del Banco Ambrosiano—, la obra sugirió que debajo de los muros sagrados también podía esconderse la inmoralidad terrenal.

Esa representación de prelados conspirando con banqueros y criminales bajo los techos de Miguel Ángel resultó osada pero plausible, sintonizando con la pérdida de ingenuidad del espectador.

Tiempo después, exitosas novelas de intriga llevadas al cine —*El código Da Vinci* (2006), *Ángeles y demonios* (2009)— presentaron al Vaticano como guarida de misterios perniciosos. Si bien fantásticas, esas tramas de organizaciones secretas y cardenales asesinos reflejaban una percepción popular: la secretismo de la Iglesia podía encubrir verdades sombrías.

Anterior a que el cine explorara los actuales entuertos del Vaticano, hubo una película que, sin aspirar a ser un gran espectáculo, se atrevió a abrir la caja fuerte más incómoda de la Santa Sede: *Los banqueros de Dios: El caso Calvi* (2002).

Este *thriller* político reconstruyó la muerte del financista Roberto Calvi, cuyo cuerpo fue encontrado ahorcado bajo un puente londinense, y expuso su conexión con el Banco Ambrosiano y los enlaces monetarios del Vaticano.

La cinta no solo desveló un submundo de fraude, mafias, sociedades secretas y dinero piadoso corrompido, sino que también marcó el inicio de una nueva fase cinematográfica: aquella en la que las paredes del Vaticano dejaron de ser un emblema de solemnidad y se convirtieron en un tablero de maquinaciones donde la creencia se mezclaba incómodamente con el poder mundano.

Incluso la burla encontró material en la Iglesia: la sátira oscura *El Papa debe morir* (1991) imaginó un Sumo Pontífice elegido por error entre cardenales ligados al hampa, y Kevin Smith generó controversia con la irreverente *Dogma* (1999).

Lo que antes era impensable —burlarse del Vaticano— demostraba cuán debilitada estaba la antigua protección de la institución frente a la crítica pública.

Sin embargo, los filmes más demoledores para la imagen clerical han sido aquellos inspirados en sucesos de abuso y ocultamiento. La cólera mundial por los escándalos sexuales del clero se transformó en narraciones que estremecieron las conciencias dentro y fuera de la pantalla.

Liderando el grupo, *En primera plana* (2015) plasma la investigación periodística que sacó a la luz décadas de pederastia silenciada en Boston, con una sobriedad que sobrecoge. Su estatuilla de la Academia como mejor película —y el reconocimiento incluso desde el propio Vaticano, que aplaudió su valentía— señaló que ya no era viable ignorar el tema.

De hecho, años antes, cineastas de diversas naciones comenzaron a romper este veto: Pedro Almodóvar exploró en *La mala educación* (2004) las secuelas del abuso infantil en un colegio religioso; la película mexicana *El crimen del padre Amaro* (2002) provocó la irritación de los obispos al mostrar a un joven sacerdote entregado a la lascivia y el cohecho en su parroquia; y el drama irlandés *Las hermanas de la Magdalena* (2002) expuso la crueldad de conventos donde se explotaba a jóvenes “pecadoras” con respaldo eclesiástico.

Más recientemente, el film chileno *El club* (2015) imaginó a sacerdotes pedófilos resguardados por la Iglesia en un hospicio oculto —una dura denuncia contra la cultura de encubrir— .

A su vez, documentales como *Mea Maxima Culpa* (2012) o *Agnus Dei* (2011) han dado voz directa a los damnificados, siguiendo el rastro de la complicidad hasta las más altas instancias.

Cada una de estas producciones, ya sean de ficción o de investigación periodística, ha ayudado a desmantelar la barrera de silencio que por años resguardó a la entidad, forzándola a un autoexamen inédito.

La actual crisis de confianza no surgió de la nada; arrastra sombras históricas. Así lo demostró Costa-Gavras en *Amén* (2002), al poner en tela de juicio la mudez del Papa Pío XII y la política vaticana frente al genocidio nazi. Esa diatriba polémica recordó que la inacción ética de la Iglesia en momentos cruciales dejó heridas profundas. En cierto modo, las omisiones de entonces resuenan en la desconfianza de hoy.

La fragilidad del líder supremo también se ha convertido en tema de análisis fílmico. *Tenemos Papa* mostró a un Pontífice ficticio que simplemente no puede soportar el peso del trono de Pedro. Esa idea, impensable en otros tiempos, humanizó el papado y nos hizo testigos de la soledad y el pavor tras la mitra.

Por su parte, *Los dos papas* (2019) profundizó esa humanización al recrear diálogos íntimos —inventados pero conmovedores— entre Benedicto XVI y el cardenal Jorge Bergoglio justo antes de la dimisión del primero.

Con gracia y calidez, la película contrapone la rigidez de un Papa agobiado por escándalos (las filtraciones de Vatileaks, los casos de abuso que marcaron su pontificado) con la simpatía reformista del futuro Francisco.

Ver a dos sucesores de San Pedro debatir, compartir confesiones y comer juntos permite atisbar la vulnerabilidad y la esperanza en la cúpula de la Iglesia.

El mensaje es discreto pero efectivo: la entidad solo podrá modernizarse si acepta sus errores y aprende de ellos, al igual que esos dos hombres en la pantalla consiguen escucharse y dispensarse el perdón.

La evolución de estas representaciones es reveladora: el Vaticano ha pasado de ser un ícono inalterable a un objeto de examen necesario. Alejados de las biografías idealizadas del pasado, hoy abundan relatos que enfrentan la disparidad entre la moral enseñada y las debilidades humanas.

Para el público, estas cintas han sido una liberación y un aviso. Nos indignamos con *En primera plana* o *El club*; nos emocionamos con *Tenemos Papa* y *Los dos papas*; sentimos vergüenza ajena ante los excesos que exponen, pero también atisbamos la posibilidad de cambio cuando la Iglesia —aunque sea en la ficción— admite sus faltas. Es difícil para muchos creyentes ver en pantalla los “asuntos turbios” de su Iglesia, pero también es un gesto de justicia hacia las víctimas y un paso esencial hacia la limpieza de la institución.

Al final, el séptimo arte ha puesto un espejo delante de la institución católica. Lo que refleja no siempre es agradable: historias de corrupción, sufrimiento callado, jerarcas indecisos.

En ese reflejo incómodo reside la ocasión de la autoevaluación. Ningún poder espiritual debería estar exento de rendir cuentas, y el cine se lo ha recordado al Vaticano reiteradamente en el último medio siglo.

Con sensibilidad cinematográfica y sin menoscabar la fe de millones, estas cintas nos han mostrado que la santidad institucional, cuando se desconecta de la transparencia, puede convertirse en drama.

En su vulnerabilidad al descubierto, el Vaticano del cine nos impulsa a imaginar una Iglesia más modesta y comprensiva, capaz de asimilar sus tropiezos. Quizás esa sea la gran enseñanza que nos deja el cine: incluso la entidad más consagrada debe observarse en el espejo, aceptar su naturaleza humana imperfecta y, desde ahí, emprender una rectificación genuina.

Hasta el tembloroso Papa ficticio de Moretti en *Tenemos Papa* termina reconociendo su ineptitud frente a la multitud: una renuncia humilde que condensa la enseñanza principal de estos filmes: solo al confrontar sus carencias con verdad podrá la Iglesia aspirar a una auténtica reforma, solo enfrentando sus debilidades.

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