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Todos tenemos deudas

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Partió don Juan, legándonos sus creaciones, sus desvelos y su visión de futuro.

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En recuerdo del vigésimo cuarto aniversario de la partida de don Juan Bosch, me es grato reeditar las líneas que redacté y difundí el 9 de noviembre de 2001.

El primer día de noviembre, dimos sepultura en La Vega, su urbe natal, a los restos del dominicano más destacado del siglo XX.

Tratar de plasmar con vocablos la magnitud humana de un varón que fue modelo de decoro, humildad, probidad y dedicación, no sería más que una aspiración infructuosa.

No obstante, cuando ese individuo, impulsado por su empatía social, acorta distancias y sortea impedimentos para acercarse y apoyar a una madre modesta que llora desolada el deceso de su vástago, o a los habitantes de zonas populares que padecen carencias y sufrimientos inimaginables, se establece una proximidad tan íntima entre él y quienes lo admiramos que nos impele a intentar descripciones inalcanzables.

Los quisqueyanos debemos dar gracias al Todopoderoso por el don de compartir nuestra nacionalidad con un personaje tan eminente como don Juan. A ello se suma la herencia de sus preceptos, su ética y la claridad en su proceder, que nos legó como bastión del humanismo.

Se nos ha ido don Juan, partió con ligereza, cual aque­lla gaviota de sus fantasías. Partió con premura; pareciera que alguien lo aguardaba, quizá Uslar Pietri, Hemingway, Guayasamín, o no sé cuántos más, para dialogar sobre relatos, ficciones o quizá algún asunto de actualidad que solo se comprende en esos planos donde el espíritu de los grandes reposa plácidamente. Partió don Juan, legándonos sus creaciones, sus desvelos y su visión de futuro.

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