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Los ciudadanos venezolanos han agotado todos los recursos para restaurar su democracia. Intentaron la ruta electoral, eligieron una Asamblea Legislativa dominada por la oposición, la cual nombró un presidente interino avalado por 60 naciones, y más tarde consiguieron una victoria indiscutible y contundente del contrincante Edmundo González Urrutia, rechazada por las autoridades electorales, quienes luego darían por bueno el triunfo “arrollador” del partido oficialista en comicios parlamentarios, regionales y municipales fraudulentos, marcados por una abstención muy elevada.
Si a esto le sumamos las manifestaciones populares sin fruto, los intentos de alzamiento militar y las negociaciones internacionales infructuosas, junto con unas represalias internacionales tan ineficaces que permiten a Chevron operar sin problemas, parece que quienes consideran que la única salida es la intervención foránea —para impulsar un “relevo de mando” o su derrumbe— están en lo cierto.
En realidad, el sistema “bolivariano” es uno que, una vez que el populismo que sostenía la democracia electoral se volvió impopular, cerró progresivamente la vía de las urnas y, mediante el férreo control de todos los poderes políticos y organismos constitucionales supranacionales, desmanteló paulatinamente el Estado de derecho.
Actualmente, Venezuela es una economía arruinada y una sociedad sometida a represión, con incontables presos políticos, individuos torturados, desaparecidos, asesinados y millones de personas forzadas a emigrar, un éxodo provocado no por las restricciones económicas, sino por el régimen de Chávez y Maduro.
Curiosamente, la administración de Trump revocó el estatus de protección temporal de 600,000 exiliados venezolanos y los devuelve semanalmente a su país en dos vuelos. Es posible que este método maquiavélico intente alcanzar el noble objetivo de amplificar la voz de quienes se movilizan y votan contra el gobierno y reducir relativamente el número de quienes apoyan el sistema, como una mala emulación de las teorías de Albert O. Hirschman.
En cualquier caso, el régimen chavista-madurista es una autocracia, más que un “Estado forajido” en su política exterior, o una cleptocracia. Es más bien un “Estado de pillos”, al aliarse con organizaciones delictivas transnacionales que lo transforman en una “kakistocracia expoliadora” donde gobiernan los peores, tal como ha señalado Allan Brewer-Carías.
¿Podrá la táctica trumpista de la “máxima presión”, con el simbolismo de naves inutilizadas y supuestos narcotraficantes abatidos extrajudicialmente —al margen del desinterés por las normas internacionales y el debido proceso que esto implica—, lograr el fin del régimen chavista-madurista sin necesidad de invasiones ilegales o despliegue de tropas? Ojalá que solo sean estos “efectos secundarios” sobre civiles e incluso el derecho, los únicos que se produzcan para conseguir la caída del gobierno y el definitivo tránsito hacia la democracia y el Estado de derecho en la nación hermana.
De todos modos, uno no deja de sentirse como el teniente Weinberg (Tom Cruise) en el filme *Cuestión de honor*, a quien el coronel Jessup (Jack Nicholson) recrimina diciendo que no tiene “ni el tiempo ni la disposición de explicarle algo a un hombre que se levanta y duerme bajo el paraguas de la misma libertad que yo garantizo, ¡y luego cuestiona la manera en que la garantizo!”. A lo que algunos responden, citando a Pedro Mir: “sé que defiendes un colosal imperio que descansa sobre tus hombros, que en ti se apoya y extiende su comercio; sé que eres un portaaviones todopoderoso, un dios marítimo que lanza fuego y aniquila de un solo golpe las pequeñas Antillas como un poderoso portaaviones”.















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