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Abinader: El desgaste por la exposición

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La comunicación directa entre gobernantes y ciudadanía es un instrumento de poder tan relevante como las políticas públicas mismas.

La comunicación directa entre gobernantes y ciudadanía es un instrumento de poder tan relevante como las políticas públicas mismas. En la República Dominicana, La Semanal con la Prensa, instaurada por el presidente Luis Abinader, ha sido uno de los ejercicios más sistemáticos de comunicación gubernamental y rendición de cuentas en la región.

Su pausa por las festividades navideñas y su coincidencia con el escándalo de SENASA reactivan una pregunta de fondo: ¿Estamos ante un mecanismo con vocación de legado institucional o frente a un formato que, por su propia lógica, entraña riesgos crecientes de desgaste para la imagen presidencial? Responderla exige salir del debate coyuntural y observar el fenómeno en perspectiva comparada.

La Semanal rompió con una tradición presidencial dominicana marcada por la intermitencia comunicacional, la dependencia de voceros y la reacción tardía ante las crisis. Sospecho que su apuesta ha sido alta frecuencia, centralidad del presidente, datos de gestión y contacto directo con periodistas, influenciadores y una fauna “paraperiodística” que también busca visibilidad.

Desde la comunicación política, el diseño tiene una virtud innegable y es que reduce la opacidad, acorta la distancia entre Gobierno y opinión pública y permite fijar agenda desde la gestión, no solo desde el conflicto. Pero esa misma arquitectura comunicacional concentra simbólicamente la responsabilidad del Estado en la figura presidencial. Y ahí comienza la tensión.

La experiencia comparada ofrece advertencias claras. Espacios como Aló Presidente en Venezuela o, en menor medida, Las Mañaneras en México, muestran el potencial y el peligro de la comunicación presidencial frecuente. Funcionaron como plataformas de movilización política, construcción de identidad y confrontación. Su eficacia en términos de popularidad fue real, pero su costo institucional también: polarización, erosión del diálogo con la prensa y confusión entre Estado, Gobierno y líder.

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La diferencia es que La Semanal no nació con ese ADN. No siempre apela a la épica ni a la descalificación sistemática del adversario, aunque ocasionalmente pellizca a la oposición. Sin embargo, el riesgo de deriva existe cuando la coyuntura empuja al presidente a defender, explicar o confrontar cada semana.

En democracias consolidadas como el Reino Unido, la rendición de cuentas directa ocurre en el Parlamento, no en un set de prensa diseñado por el Ejecutivo. Las Prime Minister’s Questions obligan al jefe de Gobierno a responder bajo reglas claras, reduciendo el personalismo y distribuyendo el costo político.

Tradicionalmente, Estados Unidos operó bajo una lógica similar de amortiguación institucional. La exposición diaria no recaía en el presidente, sino en el sistema de vocerías de la Casa Blanca. El Press Secretary y los secretarios de gabinete asumían la interacción cotidiana con la prensa, mientras el presidente reservaba su palabra para momentos estratégicos, como crisis mayores, anuncios clave e hitos de gestión. Ese diseño protegía el capital simbólico presidencial y limitaba el desgaste derivado de la sobreexposición.

Ese equilibrio se altera de forma decisiva con Donald Trump. Su presidencia introduce un giro disruptivo, pues el presidente se convierte en emisor permanente, no solo a través de ruedas de prensa improvisadas, sino —sobre todo— mediante redes sociales. Trump salta los filtros institucionales, debilita el rol de las vocerías técnicas y normaliza una comunicación directa, reactiva y confrontacional desde la figura presidencial.

Parafraseando a Joan Costa y Mario Riorda, expertos en comunicación estratégica y gubernamental, el prestigio del líder es un activo crítico y escaso que debe administrarse con extrema prudencia, pues la sobreexposición mediática erosiona la “distancia mística” necesaria para ejercer la autoridad en momentos de crisis.

Bajo esa óptica, cuando un gobernante se convierte en el primer respondedor de cada incidente administrativo —como sucede en la dinámica de La Semanal— se arriesga a quemar sus naves prematuramente. En lugar de preservar la figura presidencial como el último recurso de la nación, este modelo debilita los amortiguadores institucionales y las vocerías técnicas, dejando al jefe de Estado desprotegido frente al desgaste que produce la gestión cotidiana del conflicto.

La Semanal se sitúa en una zona híbrida. No es un espacio populista en sentido estricto, pero tampoco un mecanismo plenamente institucionalizado. Su fortaleza —la presencia constante del presidente— es también su mayor vulnerabilidad. En tiempos de normalidad, permite explicar políticas públicas y ordenar el relato gubernamental.

En contextos de crisis, como el caso SENASA, la lógica cambia: cada edición reactiva el tema, cada dato se examina con lupa y cada matiz discursivo se convierte en munición reputacional. Aquí aparece un fenómeno conocido en comunicación de crisis como la fatiga de exposición.

La Semanal no es, en sí misma, ni un error ni una garantía de éxito. Es un instrumento. Su impacto dependerá de si evoluciona hacia un mecanismo que fortalezca la institucionalidad o si queda atrapada en la lógica del liderazgo hiperexpuesto. El desafío de Abinader no es sostenerla indefinidamente, sino decidir qué quiere que represente cuando ya no esté en el poder. ¿Sería un formato asociado a su figura o un estándar de transparencia que lo trascienda? La diferencia entre comunicar poder y construir legado no está en el micrófono, sino en la institución que queda cuando el micrófono se apaga. Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.

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