Cádiz (1973) Redactor y editor especializado en tecnología. Escribiendo profesionalmente desde 2017 para medios de difusión y blogs en español.
Prohibir el acceso a redes sociales a menores de 16 años ha dejado de ser una mera hipótesis o un debate académico. Australia se ha convertido en el primer país del mundo en dar un paso claro y directo, obligando desde diciembre de 2025 a plataformas como TikTok, Instagram o Snapchat a impedir que los menores de esa edad creen cuentas. No se trata de una recomendación ni una guía de buenas prácticas: es una obligación legal, con multas millonarias para las empresas que no la cumplan.
El Gobierno australiano ha defendido esta medida como una respuesta necesaria a un problema que, según reconocen abiertamente, ya no puede resolverse solo con educación digital o controles parentales. Durante meses, el Ejecutivo ha insistido en que el diseño de las redes sociales, basado en la atención constante y el consumo infinito de contenido, tiene un impacto directo en la salud mental de los menores. Ansiedad, problemas de autoestima, ciberacoso o exposición a contenidos inapropiados han sido algunos de los argumentos más repetidos en el debate parlamentario y social.
El primer ministro, Anthony Albanese, ha sido especialmente claro al presentar la norma como un “cambio cultural”, con la intención de establecer un límite donde la autorregulación de las plataformas no ha sido suficiente. Un detalle clave es que la ley no se centra en castigar a los adolescentes ni en responsabilizar a las familias, sino en trasladar la carga a las empresas tecnológicas, que son quienes diseñan y explotan estos servicios.
El punto más delicado de la ley australiana radica en su aplicación. Las plataformas están obligadas a implementar “medidas razonables” para verificar la edad de los usuarios, pero sin imponer un sistema concreto. Esto ha abierto un debate complejo, ya que cualquier método de verificación puede ser fácilmente eludido, resultar demasiado intrusivo o problemático desde el punto de vista de la privacidad.
Las autoridades australianas han insistido en que no buscan convertir Internet en un sistema de identificación permanente, pero también reconocen que no existe una solución perfecta. Paralelamente, ya se han detectado intentos de evadir los controles mediante VPN u otros sistemas, lo que refuerza una de las críticas habituales: cerrar una puerta puede empujar a los menores hacia espacios menos regulados y más difíciles de supervisar.
A todo esto se suma la batalla legal y conceptual sobre qué es exactamente una red social. Algunas plataformas han intentado desmarcarse de la definición legal para evitar la obligación de verificar la edad, lo que demuestra hasta qué punto esta medida no solo es social, sino también económica y estratégica.
En España, el debate no parte de cero. Actualmente, el consentimiento digital se sitúa en los 14 años, lo que ha permitido durante años que muchos menores accedan a redes sociales con relativa facilidad. Sin embargo, el Gobierno lleva tiempo trabajando en una Ley Orgánica de protección de las personas menores en entornos digitales que pretende elevar esa edad mínima hasta los 16 años.
El texto, que ya ha iniciado su tramitación parlamentaria, incluye medidas que van más allá del simple registro en redes sociales. Entre ellas, la obligación de que dispositivos y servicios incorporen sistemas de protección gratuitos y accesibles, así como un refuerzo del papel de las plataformas en la prevención de riesgos digitales. El objetivo declarado es que la protección no dependa solo del criterio de las familias, sino que forme parte del propio diseño del ecosistema digital.
Uno de los puntos más sensibles en el caso español será, de nuevo, la verificación de edad. El propio Ejecutivo ha apuntado a la posibilidad de desarrollar una herramienta específica a medio plazo, en coordinación con la Unión Europea, que permita acreditar la edad sin exponer datos personales innecesarios. Australia, en este sentido, funciona como un espejo: muestra tanto el camino como los problemas que surgen al recorrerlo.
La gran incógnita es si prohibir las redes sociales a menores de 16 años logrará el efecto deseado. Los defensores de la medida sostienen que reducir la exposición temprana puede mejorar la salud mental y devolver parte del control a los adultos. Los críticos, en cambio, advierten del riesgo de crear un mercado paralelo de plataformas menos conocidas y con menos controles, donde los menores acaben refugiándose.
Para España, la pregunta clave no es solo si debe seguir el ejemplo australiano y prohibir las redes sociales, sino cómo hacerlo sin generar más problemas de los que pretende resolver. Lo que está claro es que el debate ya no es teórico. Australia ha movido ficha, y ahora Europa, y España en particular, deben decidir hasta dónde están dispuestas a llegar en la protección digital de los menores. Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.










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