Cádiz (1973) Redactor y editor especializado en tecnología. Escribo profesionalmente desde 2017 para medios de difusión y blogs en español.
Comencé a usar Instagram en 2012 y recuerdo perfectamente la sensación que me producía abrir la aplicación. No era una red más, era diferente. Al entrar, en general, lo que veía valía la pena. Había una intención clara detrás de cada publicación: una foto cuidada, un encuadre pensado, una luz buscada. En aquel entonces usaba un iPhone 4S y ya me parecía casi mágico poder hacer una foto decente, aplicarle un filtro y compartirla al instante.
Instagram nació con una idea muy concreta, y eso se notaba desde el primer momento. Incluso su propio nombre lo dejaba claro: una mezcla de “instant camera” y “telegram”. Fotografía rápida, compartida al momento, pero fotografía al fin y al cabo. Nada de vídeo ni texto interminable, sin ruido constante. Una imagen que contaba algo, aunque fuera sencillo.
Con el paso de los años, mi relación con Instagram no ha sido de consumo compulsivo, sino de cuidado. Es, probablemente, la red social a la que más mimo he dedicado. En estos trece años he publicado 1.177 veces, una cifra que dice más por lo que no está que por lo que está. No me vale cualquier contenido ni subo cualquier cosa. Para mí, Instagram sigue siendo un escaparate visual, un lugar donde solo tiene sentido publicar algo que sea plásticamente bello o, al menos, trabajado.
Y aquí es donde entra la reflexión, que no pretende ser un dogma. No percibo que la mayoría de usuarios tenga hoy esa misma relación con la red. Mi sensación es que Instagram se ha convertido en un cajón de sastre donde cabe todo: fotos sin intención, capturas recicladas, vídeos subidos por inercia, publicaciones que no aportan nada visualmente. Ojo, no digo que esté mal. Digo que es distinto.
¿Y a qué se debe eso?
Quizás el problema no sea que Instagram haya cambiado, sino que los usos han mutado hasta diluir por completo su esencia original. Es posible que muchos usuarios nunca hayan percibido Instagram como una red centrada en la fotografía, sino simplemente como otra red social más. Y desde ese punto de vista, mi manera de entenderla puede resultar incluso anticuada.
Tampoco ayuda que la propia plataforma haya empujado en esa dirección. La llegada de los vídeos, primero con Stories y luego con Reels, cambió por completo las reglas del juego. El algoritmo empezó a premiar el movimiento, la repetición, la inmediatez extrema. La fotografía pausada, pensada, comenzó a quedar en segundo plano. Hoy, una buena foto puede pasar desapercibida mientras un vídeo mediocre obtiene miles de visualizaciones.
Aun así, sigo creyendo que Instagram no ha perdido del todo su sentido original. Simplemente exige más resistencia, más criterio y más voluntad de no dejarse arrastrar por lo que funciona. Para mí sigue siendo un espacio donde menos es más, donde publicar poco no es un problema y donde no todo merece ser compartido.
Puede que esté equivocado. Puede que sea una cuestión generacional, de hábitos o incluso de expectativas. Pero cada vez que entro en Instagram y veo contenido cuidado, pensado, visualmente atractivo, siento que la red aún tiene algo de aquello que me atrapó en 2012. Y mientras eso siga ocurriendo, seguiré tratándola como lo que siempre fue para mí: una red para mirar e inspirarme, no solo para pasar el dedo sin pensar. Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.










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